martes, 22 de julio de 2014

Un poema para leer en una abducción




luces extrañas


¿Qué es lo que hace
que una vida funcione y avance?

Fabián Casas

posiblemente no exista un camino cierto
que me conduzca hacia la imagen soñada
de lo que debería ser y no ser mi paso
callado fugaz y sin marca por esta roca azul
que gira fría en el infinito

pero sin vacilar tomo la ruta solitaria
atrás he dejado el humo geométrico de una ciudad
atrás también quedan las ventanas iluminadas
como cruces de fuego con pequeños epitafios
atrás sí bien atrás aúlla el lobo metálico del tren
de nuestra historia interrumpida

y avanzo con el gesto de los trapecistas
observo la línea latente con el corazón como un satélite
que hace subir la marea de mi condena
estiro mis brazos hacia el volante para lograr equilibrio
entonces la velocidad se lleva los recuerdos
y son migas de pan que arrojo a los pájaros del pasado
que amenazan con su vuelo de luto

«voy hacia un encuentro» me digo y la voz
retumba en la oscura cabina del auto
para que unas palabras regresen sin orden a mis oídos
que repiten «todos deseamos que nos olviden
para así nacer de nuevo»

es por eso posiblemente que no me asombre
al ver las luces extrañas que vendrán a buscarme
es por eso que me dejaré llevar a otro planeta
donde seguro mis pasos irán tras tu ciudad tu ventana
tu epitafio para comprobar si has resuelto
nacer conmigo otra vez


HERNÁN SCHILLAGI

lunes, 14 de julio de 2014

La alegría tiene un fin (mundialeras #7)



            
Pitazo final del árbitro, pasados los 120 minutos, y se acabó el Mundial. ¿También se nos terminó la alegría? Para los memoriosos, la mejor Copa del Mundo en mucho tiempo: por la cantidad de goles, por el rendimiento parejo de los equipos, por el color en las tribunas, ¡por la ausencia de vuvuzelas! Pero fundamentalmente, Brasil 2014 será recordado como la Copa de la Alegría. Más allá de las rivalidades, los cariocas tienen onda, sienten el clima futbolero, llevan el carnaval en la piel; a tal punto que se disfrazaron de todos los rivales que le tocó a la Argentina. Eso se paga con un precio difícil de calcular. Bueno, no tanto: diez goles en contra en solo dos partidos. 

«Llueve mucho / y me cuesta escribir la palabra amor…», se lamentaba Juan Gelman en un poema, y es cierto. Pareciera que cada uno de mis dedos estuviera atado a una mancuerna de cinco kilos cada vez que quiero presionar el teclado para expresar la felicidad que me dio vivir este campeonato. Soy de los que disfrutaron de ver las seis temporadas de Lost, a pesar del espantoso capítulo final (la comparación no es caprichosa). Es que miré con una sonrisa casi todos los partidos, grité goles foráneos y propios, leí con voracidad en Wikipedia data hasta de los países más excéntricos: ¿Por qué les llaman «ticos» a los de Costa Rica? ¿En qué idioma hablan los nigerianos? ¿Está bien dicho Holanda, o es Países Bajos? ¿Los uruguayos son caníbales? Pido perdón, me siento como el infaltable contador de chistes en un funeral. Encima hay un solazo en pleno invierno. Sin embargo, aquí no se murió nadie, sino todo lo contrario. Porque si hay algo que siempre se le achacó a nuestra Selección fue falta de compromiso y de eso hubo mucho, tanto como para repartir a todos los del continente (de habla portuguesa). A partir de octavos, el equipo demostró más entereza que brillo, más garra que lujo. Que no alcanzó, dirán los resultadistas, pero sí nos dejó tranquilo el corazón. Perdimos de pie la final ante el indiscutible mejor equipo de la Copa, de igual a igual y a punto de robárselas. El fútbol es un deporte donde habitualmente gana Alemania, me recuerdan los más viejos. 

Luego del gol teutón al borde de los penales, no pude dejar de recordar la inmortal frase de Vinicius: «Tristeza não tem fim…». O al menos, pensé, es inevitable. Aunque Borges decía que de las muchas cosas malas y de algunas buenas, a la larga, las iba a convertir en palabras, sobre todo a las malas: «ya que la felicidad no necesita ser transmutada: la felicidad es su propio fin». No obstante –repito- ¿se nos tiene que terminar la alegría así como así? Mostramos ser una de las hinchadas con más presencia y colorido, el mundo habló del aliento argentino en las tribunas, de las canciones ocurrentes y pegadizas; como también de un equipo digno y valiente que supo vender cara la derrota. Qué hacer con tanta algarabía, entonces, en medio del fracaso deportivo. De aquí en adelante, ese será nuestro verdadero desafío mundial: construir como pueblo a partir de una alegría interminable. Tan solo de este modo, los festejos parciales habrán encontrado su verdadera finalidad.


HERNÁN SCHILLAGI

jueves, 10 de julio de 2014

El juicio final (mundialeras #6)




Como en el T.E.G. (el clásico juego de Plan Táctico y Estratégico de Guerra), la Selección Argentina ha podido arribar por quinta vez a una final de la Copa del Mundo. Mientras los germanos revolearon fichas a lo loco frente al tan local como lejano Brasil, nuestro equipo fue pisando firme por los alrededores y sin olvidar la tarjetita amarilla que te dan al comienzo del juego: «Vengarse de Alemania».


Una final robada a cara descubierta –árbitro comprado mediante- en el ’90, nos echaron a patadas desde el punto del penal cuando fueron anfitriones en 2006 y nos vapulearon en Sudáfrica. «Estás llorando desde Italia hasta hoy», cantamos en la hermosa canción que se mofa de los cariocas. Sin embargo, eso es lo que nos podrían enrostrar los alemanes (si tuvieran algo de picardía) apenas pisemos el Maracaná este domingo. Pero no. En el mismo momento en que nuestro arquero atajó el segundo penal a los de naranja, la sonrisa goleadora se les volvió una mueca mecánica. Miraron para su frontera sur (Suiza), luego para la occidental (Bélgica y Holanda) y se dieron cuenta de que tenían la manzana del strudel rodeada. «Terminator debe eliminar a Sarah Connor», se dijeron como autómatas refuncionalizados.

Todos recordarán al personaje de Arnold Schwarzenegger (el actor más alemán de los austríacos residente en Estados Unidos) y a su personaje de cíborg asesino que venía del futuro para suprimir de raíz cualquier posibilidad de rebelión, ya que tenía que matar al aún no nacido John Connor, líder de la resistencia humana. Porque es eso lo que ha venido haciendo desde hace 24 años la Selección teutona luego de su infame triunfo romano, matando a la Sarah Connor equivocada. 

Así es como pudo llegar a nuestro presente el sufrido soldado Kyle Reese (Mascherano) para proteger al elegido (Messi) que nos devolverá la dignidad humana, los sentimientos futboleros de virtuosismo y entrega que tanto nos conmueven. Porque, sí, las máquinas contra la humanidad, señores, y no otra cosa es lo que se disputará en «el juicio final» del domingo. Patear el tablero ante lo programado, sudar hasta el último de los colores de la bandera, hacer circular la sangre y resistir los embates tan criminales como maquinales de nuestro tecnificado adversario será la estrategia y la táctica en uno de los juegos que más se parece a la vida. Fichas más, fichas menos.

HERNÁN SCHILLAGI

domingo, 6 de julio de 2014

La mínima diferencia (mundialeras #5)


            Como las horas que tiene el día, veinticuatro años tuvieron que pasar –de sol a sol- para que otra vez el representativo nacional de fútbol estuviera disputando las semifinales de un Mundial. Esa etapa más conocida como la de «Alemania y tres más».

            A diferencia de los suizos, los belgas fabrican el chocolate con un alto grado de amargura. Cuestión de paladar que le llaman. Pues esto se notó en la cancha desde el primer minuto. Más allá de las virtudes de nuestro equipo, nunca vi un seleccionado con más ganas de irse de una copa como el de Bélgica. Ni siquiera el arquero hizo el «acting» de ir a cabecear un córner en el último minuto. Pareciera que ya tenían las bicicletas estacionadas en las afueras del estadio y una buena cerveza para tragar el repollito de Bruselas del fracaso.

            Así y todo, Argentina ganó nada más que por la mínima diferencia, como lo ha estado haciendo a lo largo de todo este campeonato tan cargado de goles. Sin embargo es el único semifinalista que nunca empató. Los cinco triunfos nacionales siempre fueron sacrificados, con los minutos contados entre dientes y la agonía atascada en la garganta. «Primero hay que saber sufrir / después amar, después partir…» decía Homero Expósito (perdón, el Mundial me pone insoportablemente tanguero). Pero es cierto, la regularidad de nuestros espinosos partidos hace que nos ilusionemos y caigamos en la nostalgia en un mismo gesto. Como cuando el termómetro marca cero grados y un taimado sentencia: «No hace ni frío ni calor». Un único gol de diferencia borra de un zapatazo las piernas cortadas de Maradona, la cabeceada a lo burro de Ortega, las puteadas en japonés a la Bruja Verón, la supuesta frialdad de Riquelme y la última  goleada teutona. «Toda mi vida es el ayer / que me detiene en el pasado…», ya que tampoco no pude olvidarme en el festejo albiceleste de los goles del Bati, la garra incombustible de Sorín, el muro de contención del Ratón Ayala y la prestancia arrolladora de Zanetti. Grandes  y hermosos perdedores que supieron mantener el color de la bandera en los peores momentos. Porque si una Copa del Mundo potencia absolutamente toda la realidad de un país, la euforia triunfalista, entonces, debe matizarse con memoria, verdad y justicia. Tres palabras que hacen la diferencia mínima entre una hinchada fervorosa y un pueblo merecidamente feliz.


HERNÁN SCHILLAGI

miércoles, 2 de julio de 2014

El hincha viejo (mundialeras #4)



            «Gol agónico» titularon los diarios. Es cierto, porque el padecimiento de atravesar dos horas completas, con sus 7.200 segundos, teniendo el puño apretado, la garganta sucia por los insultos y la tos, además de los estertores al ritmo de los ataques frustrados y las salvadas milagrosas; hicieron de este partido de octavos un remar con dos cucharitas de helado en la laguna Estigia. Como todos sospechábamos, para llegar al exquisito centro del bombón suizo había que cavar y cavar hasta encontrar el manjar de la victoria.

            Nos salvaron los palos: uno de ellos fue Di María. El otro –el de hierro- se llevó todos los aplausos. Como cuando Homero Simpson fue al espacio exterior, auxilió a toda la tripulación con una inerte barra de carbón y al regresar solo la homenajearon a ella.

            Luego de este partido me enteré de dos cosas. La primera, lo poco que conocemos de Suiza. Los chistes se limitaron a los relojes (cuando sabemos que hace décadas todo el mundo usa los japoneses) y la chocolatería. ¿Cómo relacionarlo con un partido de fútbol? (Nótese los esfuerzos del primer párrafo). Cuando no, recordar la neutralidad de los helvéticos durante las guerras o su complicidad oscura con las cuentas bancarias. Punto. El humor y los suizos se conectan menos que nuestro mediocampo con los delanteros. ¿O acaso alguien se rio alguna vez viendo a Heidi?

            La segunda fueron los festejos en la calle. «¿Qué mierda festejan, viejo?», le grité a los adornos del living. Pero al rato me di cuenta de que el viejo era yo. Me asomé y vi cómo numerosos grupos de jóvenes pasaban con locura albiceleste: banderas, bocinazos, caras pintadas, bufandas y bonetes. Con precisión de relojería suiza saqué una cuenta: nadie pasaba la veintena. A esa edad yo ya había vivenciado el logro de dos campeonatos mundiales, un subcampeonato épico y dos copas América. ¿Cómo hacer una celebración popular por solo conseguir el pase a cuartos? «Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros», decía el tango. El siglo veinte cada vez nos queda más lejos a los hinchas ochenteros y la alegría en VHS es una cinta gastada a punto de cortarse. Quizá, ser «contemporáneo del mundo y del mundial», parafraseando a Joaquín Giannuzzi, nos acerque a las magias parciales y posibles de este equipo para que nos permitamos disfrutar, poco a poco, el camino hacia la tan anhelada gloria.

HERNÁN SCHILLAGI