domingo, 10 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo novena entrega








Décimo novena entrega:

   Todo suelto

   Otra vez sin pantalones a la orilla del camino. El vendedor de tabletas busca en el bolso el jean que le cubra sus partes pudendas. Tampoco se trata de presentarse ante el mecánico Núñez para cumplir su promesa con todo al aire, suelto. Mientras revisa en el bolso se da cuenta de que las tabletas lo han acompañado en todo el viaje. Horribles como siempre, pero fieles. Camina y ve las plantaciones de duraznos, ciruelas y damascos. Habiendo tantas frutas para hacer dulce en Mendoza vienen justo a chantarle alcayota a las tabletas. Juano se cuelga del alambrado y corta una media docena de damascos para lo último del recorrido.

   Cuando está por llegar al pueblo, la calle principal está toda amarilla, pero no de hojas secas; sino de damascos desparramados a lo largo de 50 metros. «Habrá volcado algún camión», supone Juano. Se guarda los carozos en el bolsillo, aprieta el paso y se encuentra con un grupo de productores que han tirado parte de la cosecha. «No vale nada la fruta», escucha que protestan. Pregunta por Núñez, sin embargo nadie lo conoce. Mecánicos hay muchos en la zona, ninguno con ese apellido. Juano siente que la última posibilidad de terminar su viaje, de cumplir con su promesa se le esfuma. ¿Habrá escuchado bien la tía Ricura?

   —¿Es que no existe nadie con ese apellido en La Dormida?
   —Puede ser. Pero aquí todos nos conocemos por el apodo. ¿Cómo le dicen a ese tal Núñez?

   Juano tiene ganas de tirarse sobre los damascos. Siente que su cuerpo está todo suelto, que los brazos y las piernas se le desprenden. Solo la cabeza —golpeada y magullada— le queda adherida para hacerle recordar para qué ha transitado más de 100 kilómetros.

   —Al menos dígame, por favor, qué mecánicos tengo por aquí cerca.
   —A la vuelta hay dos: el Minuto y el Carlino.
   —Gracias, jefe —responde Juano y agrega—. Disculpe, ¿cómo se llama Usted?
  —Pregunte por Quiroga, mi amigo, que me encontrará seguro —dice mientras le guiña un ojo.

   El primer mecánico es el llamado «Minuto». Cuando pregunta por él en un quiosco le explican que el mote le viene por el apuro con que arregla los coches y lo poco que duran en funcionamiento. Juano espera no encontrar allí el Ami. Cuando llega, el taller está cerrado. Un cartel cuelga irónico en el portón: «Vuelvo en un minuto».

   Juano sigue por la misma vereda. Nada. Ningún galpón ni mucho menos autos con el capó levantado. Enfrente hay dos niños de unos 7 años. Están sentados en el piso sin moverse ni mirarse. Como si hubieran peleado hace dos segundos. Juano se da cuenta de que preguntarles algo es inútil. Ofrecerles una tableta, suicida. Se acerca y saca los carozos del bolsillo. 
   —¿Saben jugar a la pallana? —pregunta Juano mientras hace aparecer su mejor sonrisa de vendedor ambulante.
   —Yo no, pero el Muni sí —responde uno y se cruza de brazos—. Aunque es un tramposo.
   —Mentira —grita el otro.
   —¿Juegan, entonces?
   —Si el Carlino quiere —dice el Muni—, yo le enseño.

   Ser viajante tiene su encanto. Caras nuevas y fugaces. Un mate de parado, una tortita de apuro. Uno pasa siempre a toda velocidad para entregar el pedido, aunque hay que disimular ante los clientes: «Pase Usted, señora, yo puedo esperar». Todo con una sonrisa, por dentro se agita la procesión. Pero vender productos «Todo suelto» es más que una estrategia de dudoso marketing, es una forma de vida. La vecina que te compra a la mañana un cuartito de jabón en polvo, medio litro de lavandina a la tarde y 300 gramos de alimento para el perro a la noche es porque vive al día. Abastecerse se le hace imposible. El futuro se le vuelve impensable. ¿Qué pasa si se le llueve la ropa tendida y el negocio cerró? ¿Aguantará el Boby desde el sábado al lunes sin comerse algún gato? ¿Y si se come justamente la ropa colgada? Eso, vivir como el perro, que no sabe lo que le espera al otro día. Como yo. Una tarde volví de la facultad cargado de libros, me enteré que a mi viejo lo habían echado del Banco y a la mañana siguiente estábamos vendiendo leña en un Rastrojero con mi tío. Es así, siempre me distraigo y me olvido de las cosas, mi historia no es la que aquí importa.


    Entonces, Juano da un salto al escuchar el apodo «Carlino». A cambio de cinco carozos para jugar a la pallana, los niños lo conducen por un pasillo oculto tras unas enredaderas hasta el taller de «Carlino padre», el mecánico. El vendedor de tabletas tiembla mientras camina. No sabe cuánto le va a cobrar y, lo que es peor, desconoce si el Ami 8 está completamente arreglado. Todas dudas que disimulan la emoción de ver de nuevo esas cuatro latas amarillas. Dudas, para ocultar la presión de concluir un viaje hacia lo desconocido. Juano mete la mano al bolsillo, toca el llavero y desea que las estrellas del escudo de Boca puedan alinearse a su favor. Cuando entra al taller, justo la tarde está empezando a declinar. Las primeras luces crepusculares le descubren a Juano una banana gigante, después una máquina de tren y, por último, un sol latoso. Hasta que, por fin, el Ami 8 se presenta con su forma primigenia ante los ojos del vendedor.

   —Mirá, flaco —dice el mecánico—, ahora tenés que tirarle el cebador, pisar el acelerador a fondo y darle arranque como loco.
   —¿Cuánto le debo?
  —¿Qué me debe la Ricura, mejor dicho? —aclara Carlino sonriendo—. Me prometió unos pastelitos de membrillo si te dejaba el auto hecho una seda —y agrega—. Pagame solo los repuestos y la nafta, pibe. Dale arranque así escuchás cómo anda.

   Juano se encuentra en el cruce que lo lleva a la autopista. Sabe que en algo más de una hora puede estar en el Arco. También, que puede girar el volante hacia el oeste y volverse hasta su departamento a la espera de que empiece la temporada en la fábrica. Es que la promesa, una vez cumplida, la siente incompleta. El auto, ahora, parece un gusano loco de parque de diversiones. Vueltas y vueltas. Pero el gusano amarillo se libera de las vías que lo sujetan y lo enloquecen; así las ruedas del Ami doblan hacia la derecha, al este, al Arco del Desaguadero.

    Hasta ahora he narrado esta historia como un típico repartidor de «Todo suelto»: por entregas mínimas, en presente y sin saber qué iba a suceder más adelante. Como me olvido de lo que me cuentan y me distraigo con la primera nube que pasa, confieso que he agregado un poco y fantaseado más. Aunque la imaginación la busco siempre en las películas de los sábados y los libros que alguna vez leí para la facultad. También en algunas telenovelas latinoamericanas, por qué no. Eso sí, en pequeñas dosis sueltas que, bien disimuladas, pareciera que todo se me ha ocurrido a mí. Secretos de un buen vendedor. Sin embargo, lo que sí importa es que quise convencer a Gala de volver, de buscar a Juano por el camino, de hablar para solucionar los problemas. Un amigo no hubiera hecho otra cosa diferente. Pero a Gala se le encendió más la melena adentro de la Torino y me pidió —me exigió— que la llevara hasta El Desaguadero. Todavía necesitaba de un día más para pensar qué es lo que ella iba a hacer y decir. Si hablaba en ese momento podía ser un desastre. Guardar para mañana a veces, solo a veces,  puede ser beneficioso.


HERNÁN SCHILLAGI

Soundtrack: A cualquier precio, por Valeria Lynch.



 

1 comentario:

Proyecto María Castaña dijo...

La descripción de La Dormida es exacta. Me imagino esa avenida ancha y fantasmal (siempre la he visto así) de pronto interrumpida por ese dulce casero de damascos desparramados cociéndose al sol. Es bueno que recordés algo que es muy pueblerino (no sé si solo en Mendoza o en otros lugares, tendríamos que preguntarle a Landriscina): el uso de los apodos prescindiendo del apellido de las personas, como si el pueblo fuera una gran familia, basta un rasgo, un apelativo para identificar a cada uno de sus miembros. Acá en Palmira decís "el Barco", "el Palito", "el Pato" y, enseguida, la gente nacida y criada sabe de quién se trata.
El chiste sobre el mecánico "Minuto" me parece un poco simplón, pero, ojo, el 99% de los lectores se puede divertir, yo soy un poco exigente con lo que me hace reír.
El mecánico que, finalmente, le ha arreglado el ami... me parece la persona más "gaucha" de las que se ha encontrado en su largo periplo. Siempre nuestro Juano se ha encontrado con personajes/dificultad, algunos "mala leche" con todas las letras y este "amigazo" se siente pagado con los pastelitos y el dinero de los repuestos. No deja de ser una caracterización positiva de las personas de pueblo, muchos todavía conservan esos atributos de generosidad y nobleza.
Basta... ¡¡me voy al final!!