viernes, 8 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo octava entrada





Décimo octava entrega: 

El Triángulo de Las Catitas


Un sánguche de milanesa a la orilla del camino. Sentado sobre una piedra, Juano come, toma agua de una botella y el sol de la siesta martilla en el yunque de su cabeza: «Gala, Gala». Los ojos se le cierran por la modorra. «¿Con quién te fuiste?». Unos frenos de aire resoplan junto a sus pies. La sombra de un Scania le trae alivio a su cuerpo y a sus lamentos. «Sí, voy para La Dormida a buscar el acoplado con la carga. Te llevo», le dice el camionero.


Juano ocupa el lado del acompañante y enseguida se siente que va en el legendario camión rojo de B.J. Mackey, el de la serie ochentera. ¿Será que siempre ha hecho el papel de mono en esta historia? Por eso saca del bolso el otro sánguche, se lo convida al camionero y se convierte en humano. La charla con B.J. no permite que la memoria de Juano comience a dar saltos y lo distraiga. En realidad, el camionero lo había llevado para que le cebara unos mates y porque necesitaba estar acompañado en estas horas donde solo andan las lagartijas.

—Es por el «Triángulo de Las Catitas» —dice por lo bajo el que maneja.
—¿Qué triángulo?


Entonces, B.J. le cuenta que, desde hace un par de años, en esta zona no se puede viajar tranquilo. Desaparecen los camiones con carga y todo, como los barcos en el Triángulo de Las Bermudas.

—¿Cómo que «desaparecen»? —pregunta Juano.
—Bueno, digamos que son los piratas del asfalto que cerca del cruce arramblan con todo lo que pasa —pone un cambio y sigue—. A veces secuestran al camionero y se lo llevan por tres o cuatro horas para asaltar los caminos. Ni la ropa le dejan a los rehenes.
—Otra vez no —se le escapa a Juano.

Así, el episodio del casamiento en Beltrán vuelve a desplegarse en la cabina del Scania como un mapa rutero. Mapa que Juano sigue con el dedo mientras habla, pero la uña se le va llenando de tierra, piedras y engaños. Cuando termina, los tajos en su mano forman otra hoja de ruta más íntima e inaccesible.

—¿Y a este qué le pasa? —grita el camionero mientras mira por el espejo retrovisor.

Un Duna plateado con babero y yodines se acerca a gran velocidad. Hace cambio de luces y toca bocina como si quisiera pasar al camión. No hay más nadie en la ruta, ni siquiera nubes en el cielo. B.J. aprieta el acelerador y no suelta la mano de la palanca de cambios.

—Me parece que son los piratas, flaquito.
—Y yo que estaba tan cerca del Ami 8.
—Si querés que nos salvemos —dice el camionero—, largá el mate, salí por la ventanilla de mi lado y te vas para atrás. Allí, entre unas lonas atadas, tengo la escopeta. Así nunca me la agarra la policía.

Juano saca la cabeza. El viento le golpea los ojos y, medio cegado, se cuelga del espejo. Hace equilibrio como puede hasta una escalerita que va al techo. Trepa solo dos escalones y el mono de B.J. llega hasta las lonas envueltas con cuerdas. No quiere mirar para atrás, sabe que el Duna lo sigue, porque los bocinazos no han dejado de sonar. «¿Dónde estará la escopeta?», y mete el brazo entre los rollos, pero nada. «¿Cómo se disparará una escopeta?», piensa y algo en su interior se está gestando. Siente que todos sus órganos están siendo presionados, como si un globo le creciera por dentro. Más que un globo, su vejiga es la que está a punto de estallar. Los mates buscan un desagote. De pronto, el Duna hace silencio y se decide a pasar el camión. B.J. no duda y se mantiene a la par. No quiere que los piratas lo crucen y lo obliguen a frenar de golpe. Juano sigue sin encontrar el arma. Un sudor frío le empieza a correr por el cuerpo hasta clavarse en el centro. Una curva aparece. El Duna y el Scania no se sacan ventaja, doblan sin disminuir la velocidad. Juano, con una mano se sujeta de las cuerdas; con la otra, se agarra entre las piernas. No aguanta más. Sin aviso, una camioneta Chevrolet sale de una finca, gira y se enfrenta con el camión y el auto que vienen a más de 120 kilómetros por hora. El Scania, el Duna y la Chevrolet, tres vértices de un triángulo mortal. Juano mira por el lado de la escalera y ve cómo la camioneta se va a estrellar contra alguno de los vehículos. Saltar es imposible. Encima estas ganas de mear que no lo dejan pensar con claridad. Busca por última vez entre los rollos y encuentra el arma. Apunta hacia el Duna, pero cuando está por disparar alcanza a ver por la ventanilla que adentro va una mujer embarazada. Levanta la escopeta al cielo y aprieta el gatillo. Es tanta la fuerza que hace que un calor húmedo le empieza a brotar desde el cierre del pantalón. Al sentir el disparo, el camionero frena y se tira a la banquina. Lo mismo hace el Duna hacia el costado opuesto. Por lo tanto, la Chevrolet pasa indemne por el medio de la ruta.

El camionero abre la puerta y baja corriendo. Las dos delanteras del Duna también se abren. Un poco golpeado, Juano está sobre las lonas y trata de taparse con la escopeta las piernas chorreadas. Entonces, uno de los piratas empieza a insultar a B.J. Pero esos insultos son amistosos, como un reproche cómplice. El camionero se acerca hasta donde está sentada la embarazada y la besa. Pronto sabrá Juano que la esposa de B.J. rompió bolsa, que un vecino salió a alcanzarlo, con la poca nafta que le quedaba, para que luego el camionero la lleve al hospital de San Martín.

Parten el camionero y los supuestos piratas, con un bebé más que nunca en camino. Juano ha quedado muy cerca de La Dormida, del Ami. Tiene que caminar apenas unos minutos para cumplir con su promesa: «No te voy a dejar ir otra vez». ¿Pero qué promesa lo tiene atado a Gala? Como si un tren lo atravesara y le estampara un 8 en el medio del pecho, Juano cree adivinar el porqué.

No obstante, los amigos —los de verdad, al menos— deben seguir y no distraerse. No quise ir a preguntarle a la madre de Juano si lo había visto o hablado con él. Como tampoco busqué a ningún otro pariente en San Martín, ya que imaginé que Giagnoni era la posibilidad más cierta donde encontrar a Gala. El mecánico Soto tenía la posta. Los rastros que dejaban Juano y Gala eran como huellas que se pisaban una a la otra. Después de la tormenta, fui hasta la casa de la tía, golpeé y salió Gala. No sé si era por la humedad, pero estaba más ruluda que nunca. El rojo del atardecer se le mezclaba con el de su pelo y casi me olvidé para qué había ido hasta allí. Como se me olvidó avisar, hasta este preciso momento, que soy yo el que cuenta esta historia. 


HERNÁN SCHILLAGI


Soundtrack: Sabemos que vuelvo pronto, de Celeste Carballo 



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6 comentarios:

Marisa Perez Alonso dijo...

Sin duda que esta novela tiene mucha acción, y mucho delirio también. El pobre Juano ha viajado por en todos los medios de transporte, ha conocido a todo tipo de personajes inimaginables y todo en tan pocos kilómetros. Una vida completa puede estar concentrada en un solo intante y en poca distancia. Felicitaciones!!!

Hernán Schillagi dijo...

Marisa: gracias, querida amiga y lectora de fierro. Ya queda poco por recorrer. ¿Qué me decís del final de esta entrega? ;-)

Marisa Perez Alonso dijo...

Hola poeta. En el final, la Gala de rulos pelirrojos que sale (como si Juano fuese un Dalí posmoderno) tiene reminiscencias a una querida amiga, "La Ceci", que si se fuera lejos varios la saldríamos a buscar ¿No?.
Volví a leer la novela y los comentarios hechos durante este tiempo ... es una novela desopilante. ¡Y ya voy llegando al final!

Hernán Schillagi dijo...

Marisa: ¡jaja! Más que Gala de Dalí esta es la Galatea de la Égloga primera de Garcilaso en donde su Salicio (oh, el tercer nombre de Juano) la llora porque la ha perdido amargamente.

¿La ves a "la Ceci" vendiendo la clandestina y colocando inyecciones, jaja? Quién te dice, es corajuda, "es de esas que dan de todo un poco más y nunca nada piden", como decía Sabina.

Gracias por la relectura y por la compañía tan útil como cálida.

Proyecto María Castaña dijo...

Delirio, dice Marisa, yo hablaría de uso hiperbólico de la hipérbole que, en la enumeración de hechos desafortunados, se vuelve pantagruélica. Obviamente, la acción se potencia con estos recursos y volvemos a las "andadas" después de un capítulo de respiración lenta y melancólica.
Ya sabés, soy topógrafa de la zona que describís, cerca del triángulo tuve un hecho desafortunado (se me hundió el auto en la arena al tratarme de cambiarme de carril de manera "desprolija" por no decir ilegal, llegaron dos camiones que frenaron ante mi primer brazo extendido, se bajaron 4 muchachos con exceso de guiso de lentejas y me levantaron el auto depositándomelo en la banquina.

Proyecto María Castaña dijo...

perdona los errores tipográficos y de ortografía... "calamo currente"; quiero llegar al final.