martes, 5 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo séptima entrega





Décimo séptima entrega:



           

            Maní con chocolate

           

            La balsa hace puerto en Santa Rosa. Más allá, un sifón encauza el agua del canal y flotan botellas de plástico que, al mismo tiempo, chocan contra la viga de un puente. Entonces, Juano bracea hasta la orilla con el bolso sobre la cabeza. Otra vez se encuentra empapado, sin embargo, la precaución de la tía permite que, mientras se le va secando la ropa, no muestre a la comunidad su escueta figura al desnudo. Escondido detrás de un plátano se pone el pantalón de gabardina que le queda enorme y la camisa a rayas del finado tío Cacho. Oye desde lejos bocinazos y se asoma a la calle. De pronto cree que todo su viaje ha sido en vano, que no se ha movido ni cien metros de los Portones del Parque. Un carro vendimial enorme, acompañado por tres o cuatro autos, aparece en medio de la ruta con racimos de celofán que caen tristes hacia los costados, un sol de lata con todas sus luces apagadas y un cartel al fondo que dice infame «SANTA OSA». La pérdida de una de sus letras en el camino y el rápido regreso demuestran que la candidata del departamento no tuvo suerte en esta oportunidad.

             Juano destiende la ropa a toda velocidad y sale al cruce con los brazos en alto. El carro frena casi en la punta de su nariz y, con el impulso, todas las letras del cartel se vienen abajo. «¿Puedo ir con ustedes?», dispara el vendedor de tabletas. «Con gusto los ayudo a descargar las cosas del carro». El que maneja le dice que suba, que van para unos galpones de Las Catitas, pero que tenga cuidado con pisar los granos de uva y los melones que las reinas no alcanzaron a tirar hacia el público. Ese resto será el magro pago para el chofer. Juano se acomoda entre unas bolsas de arpillera que simulan ser surcos de un viñedo. Cuando puede, estira la mano y pellizca un grano de uva. Tiene la intención de hacer caer un melón para que no quede más remedio que «sacrificarlo». Esa dulzura partida no puede ser desaprovechada. Aunque lo dulce siempre trae una cara opuesta, o al menos, un último sabor amargo que no deja olvidar la realidad. Por eso, la prisa del carro hace que los recuerdos le lleguen a Juano siempre sin aviso, caprichosos y desordenados. Fija la mirada hacia las latas amarillas del sol y, como no puede ser de otro modo, el Ami 8 se hace presente sobre el carro como en medio de una pantalla gigante, más precisamente, la de un autocine.
           

            Quedaba cerca de la ruta. Uno de sus amigos, Santi tal vez, le había explicado a Juano que, un poco antes del puente de la autopista, se doblaba a la derecha por un camino de piedras y allí se encontraba el autocine. Juano con sus 9 años sabía distinguir sin problemas la izquierda de la derecha. Donde le pesaba el yeso había que desviarse. Santi también le contó, como toda una proeza, que se había escondido dentro del baúl del auto para no pagar la entrada. «Va a ser imposible en el Ami 8», pensó el niño Juano mientras miraba manejar a su padre. Sin embargo, la memoria da giros imprevistos y busca en otros cajones desvencijados. Como cuando el padre tuvo que desprenderse de su primer auto, un Fiat 600 verde botella. «El fitito ya nos queda ajustado con los nenes», le había dicho a su esposa. Era verdad, pero cómo reemplazarlo. Cargó a sus hijos y se fue para las agencias que estaban en la avenida de las palmeras. Nada los convencía hasta que un Citroën Ami 8, de un amarillo furioso, les atrajo la vista. Los tapizados flamantes, los asientos delanteros hacían una sola butaca como la de las camionetas, las ventanillas traseras se deslizaban de adelante hacia atrás y no de arriba hacia abajo. Pero lo mejor de todo era que en lugar del baúl, le continuaban las ventanas al estilo rural y adentro podía rebatirse el asiento y hacerlo cama. «Aunque para esconderse y no pagar entrada en el autocine no sirve, se ve todo», se lamentaba Juano mientras su padre ya doblaba hacia la derecha y tomaba el camino de ripio.

            —¡Che, flaco! ¿Qué hacés con ese melón? —el chofer le grita.

            —Quería saber si eran de goma espuma —responde Juano con una cara, al mismo, de escenógrafo y de inspector de bromatología.

            —Pibe, ¿te creés que sos una reina para andar revoleando melones? —el chofer detiene el carro y levanta la mano con el índice en alto—. Te bajás ya de acá, huevón.
          

            Así, Juano mira cómo el carro se aleja con sus racimos reales y los de fantasía. Antes de doblar por la esquina ve que el sol de lata sigue allí para proyectar rayos de una historia en fotogramas. Otra vez el autocine. Aunque el recuerdo sucede ahora, sin saltos atrás, en presente: 
                                                 


            La parte trasera de la enorme pantalla se observa desde la entrada, la suspensión del Ami los hace rebotar contra el techo al atravesar las lomitas de la playa del autocine. Juano no puede dejar de reírse por los sacudones. Mientras el padre busca en la radio la señal de audio de la película, la madre saca unos tuppers con los sánguches de milanesa y el jugo diluido de naranja. El hermano corre hasta el quiosco y vuelve con un par de cajas de confites y maní con chocolate. Son dos las películas que ponen esta noche. Primero la vieja, una de Carlitos Balá; y el estreno, una película yanqui de título largo. En la primera, el personaje de Balá lleva una mochila en la espalda. Extrañamente le sale una hélice por sobre su cabeza y, cada vez que se ve en problemas, hace accionar el motor con una cuerda para escapar por los aires. Gracias a los reflejos de las luces de la pantalla, Juano puede ver la cara de ensoñación de su hermano, a quien siempre le gustaba desarmar los triciclos y los juguetes para fabricar las piezas necesarias buscando la «máquina de volar», como él la llamaba. Cuántas veces había convencido a Juano de que lo dejara descomponer sus autitos o aquella lancha del hombre araña para sacarle la bobina. «Cuando esté tocando la punta del pino me vas a dar la razón», le decía. En la otra película, unos hermanos son abandonados por sus padres y luego los dan clandestinamente en adopción, pero a familias diferentes. Entonces, la historia se centra en la búsqueda de los hermanitos entre sí por todo los Estados Unidos. Ahora es el rostro de Juano el que se configura por los rayos de la pantalla. En él se trazan esas carreteras desoladas en medio del desierto, esos pueblos con casas de madera y jardines con cercas blancas, esos restoranes revestidos de machimbre por dentro. Hasta que hacia el final, el destello que despide el abrazo entre los hermanos perdidos le termina de dibujar a Juano los ojos. Entonces con ellos puede ver a los de su padre lagrimear. Porque es así, su padre no es el que llora, solo sus ojos dejan caer lágrimas. Lo mismo le pasa al señor del 504 celeste y al matrimonio de la cupé Taunus. Juano quiere explicárselo, pero no puede. Él quiere explicarse cómo la madre se atreve a apoyar su cabeza en el hombro del padre. Los gritos  del Cerro de la Gloria todavía laten en sus oídos. Él quiere preguntar por qué de repente un silencio comenzó a empañar los vidrios del Ami, que ni siquiera corriendo las ventanillas podría disiparse. Cuando después el Ami sube el puente de la casa, Juano se despierta creyendo que lo que lo hace rebotar es una de las lomas del autocine. Todavía le queda en el paladar un resabio entre dulce y amargo de la mezcla entre los confites y el maní con chocolate. Puede que las películas hayan provocado lo mismo en el resto de las bocas de la familia. Nadie habla. Todos se llevan lo agridulce de sus pensamientos para la cama. A los pocos días, un viñatero de Rivadavia compró el Ami 8.

¿Cómo volver de un pasado que se empecina en correr paralelamente a la actualidad y atravesarla al menor descuido? «Para La Dormida», se dice Juano, cuelga el bolso en el hombro y empieza a caminar hacia adelante, como si sus pies en movimiento fueran la única manera posible de responder.

Pero un verdadero amigo, ya lo he dicho, no puede conformarse con hacer lo justo y necesario. Tiene que ir más allá, arriesgarse. Entrar con la Torino por las cortaderas, hablar con las mujeres flamencos, con mecánicos engrasados, atravesar el río, las vías, las carpas gitanas, refugiarse del granizo y seguir. ¿Hacia dónde? Esa es la pregunta que nadie puede responder. Sin embargo, buscar podría ser el desvío de una pregunta. 


HERNÁN SCHILLAGI

 Soundtrack: Parte del aire, de Fito Páez.




 

1 comentario:

Proyecto María Castaña dijo...

Tengo un problema literario, casi un dilema, ¿me centro en la narración o me pongo a especular cuánto de la biografía del autor aparece en esa excelente escena del pasado de esos niños del pasado? La película de Balá, El tío disparate (1978)... ¡¡te olvidaste de las Trillizas de oro... imperdonable, ja, ja!! Poniendo seriedad a este comentario, creo el flash-back infantil, largo y tendido, era necesario, el capítulo anterior había sido bastante movido y la pausa se hacía necesaria.