miércoles, 26 de marzo de 2014

Fritanga maravillosa






            Escribir como un acto infame, pero con uno mismo. Volver y revisitar pedazos de un naufragio que solo nosotros pudimos salvar, aunque ni lo intentamos. Escribir, sí, palpando las astillas para que el dolor de lo informe sea virtud. La cronista Leila Guerriero, por caso, cuando relee sus textos se hace una pregunta tan autocrítica como paradójica: «¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?». Entonces, en qué lugar se encuentra el que busca en el fondo de sus propios archivos/cajones para intervenir un viejo escrito y así ampliarlo entre las polillas, torcerlo con una renovada fuerza, transformarlo de prosa a verso, de cuento a parte de una novela, de comentario vaporoso a ensayo lenguaraz. El refrito, sí, como fuente mezquina y de sabor inusitado.

            El afamado Alejandro Dolina nos revela en una entrevista  que, cuando trabajaba en la revista Humor y tenía dificultades para entregar a tiempo las notas, empezó a tomar fragmentos de una novela inconclusa para darle –aceite entintado mediante- el formato de ensayos de ficción. Resultado: no solo descubrió su verdadera «entonación» para escribir, sino que saqueándose a sí mismo surgieron las inolvidables Crónicas del Ángel Gris. O, acaso, Luis Alberto Spinetta –para extenderlo hacia lo musical- no recurrió a una zamba compuesta a los 15 años para rehacerla en esa belleza metafísica de «Barro tal vez» casi dos décadas después. Obsesiones cercanas a la pereza creativa, como también dones promovidos por un azar desesperado.

            Por lo tanto, no hay límites –ni limitaciones- para la fritanga. Por más que haya sido publicada en libros o estampada en remeras, una buena idea o una imagen inquietante del pasado pueden probarse bajo diferentes reactivos y en la sartén del más ilustre de los escritores. Muy conocida y popularmente vociferada es esa frase de Borges que dice algo así como: «El olvido es el único perdón» (se la escuché decir temerariamente a Nacha Guevara en un programa de chimentos a la tarde). Pues bien, el autor de El Aleph, la utilizó al menos en tres textos distintos y con cambios no tan sutiles, como sucede en el libro Elogio de la sombra (1969): Así en «Fragmentos de un evangelio apócrifo» anota:  «Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón…», para reincidir en la página siguiente, pero con un microrrelato llamado «Leyenda»: «—Ahora sé que en verdad me has perdonado –dijo Caín-, porque olvidar es perdonar…». Por último, la incrusta encabalgada en el soneto «Soy» de La rosa profunda (1975): «Que no hay otra venganza que el olvido / Ni otro perdón…». Tres perlas con brillo similar, pero –como un caleidoscopio- único al mismo tiempo. Así y todo podríamos sugerir que el viejo Georgie hizo un cartoneo personal –al decir de María Moreno- por su propia obra. Aunque no es menos cierto que algunos vates han rapiñado con descaro en los libros de otros autores de renombre.

            (A confesión de parte: estaba estancado hacía meses con mi primera novela, así que para terminar los últimos capítulos desvalijé, sin culpa alguna, fragmentos de unos relatos que había presentado en un concurso adverso. Corté, pegué, diluí, sopesé estilos, borroneé torpezas y, poco a poco, la rueda fue saliendo del barro hasta que la imaginación regresó con los cachetes un poco colorados, pero desbordante de felicidad para encontrarse con el punto final).

            Para terminar, la escritura es la que se ve beneficiada con los refritos, ya que los diferentes intentos recursivos y los actos de «autopillaje» a cara descubierta evidencian una honestidad compulsiva; es decir, una necesidad de asestar reiteradamente golpes a la oscuridad del lenguaje para hacer brotar a la luz la más maravillosa música, como decía Perón, ese gran refritador de la historia nacional.


HERNÁN SCHILLAGI


jueves, 20 de marzo de 2014

Las hojas y el viento (sucundún)



Llega la ciudad al otoño, y no al revés. Todos sabemos que la estación amarilla se nos adelantó un par de semanas. «Imperdonable», hubiera dicho María Elena Walsh. Sí, las hojas vuelan desde mediados de febrero y las vecinas hacen bíceps con las escobas. La tos y las ineludibles alergias se tornaron veraniegas y llueve finito sobre un calendario alienígena. «No es lo mismo el otoño en Mendoza», si tenemos que desperdiciar la temporada de la pileta. No es lo mismo, no, si hay que challarse con campera de lana en pleno carnaval. Ya estábamos disfrazados de otoño antes de que el equinoccio nos sacara el antifaz. Sin embargo, el viento aparece implacable para darle la razón a Spinetta, para así tener una esperanza de movimiento cuando el sol comience a declinar.

HERNÁN SCHILLAGI

jueves, 13 de marzo de 2014

Aparición (sub)urbana



¿Qué hacía una mujer entrada en años caminando por las calles del barrio con la tintura recién puesta y una bolsa de supermercado en la cabeza cual aureola ondulante? Algo es cierto: un mínimo de coquetería había en ella, ya que ocultaba químicamente sus canas. Sin embargo, ¿qué la habría obligado a salir con tanta premura y sin reparar en su aspecto tan celestial como bizarro? Hablaban de una oferta. Yo creo que era un ángel.


HERNÁN SCHILLAGI