viernes, 27 de mayo de 2011

Si lo sabe, silbe


Tal vez sea uno de los recuerdos más nítidos que tengo de mi infancia. Veo a mi madre en la puerta de la escuela acomodándome el guardapolvo a cuadrillé y revisando que a la bolsita de higiene no le falte nada, mientras me dice: «Ojo, no vayás a sacarte los mocos ni a silbar». Parece que antes de los cinco años me la pasaba todo el día dele que te silba por la casa, a punto tal de ser una de las prohibiciones de civilidad para poder ingresar a una institución educativa. Por lo tanto, ¿qué significa el silbido en la vida de las personas?

La asociación inmediata que uno puede hacer es, sin duda, con los pájaros. Los primeros homínidos probablemente imitaron el gorjeo de las aves que los rodeaban. Sin embargo, el silbido de un hombre de las ciudades en la actualidad -ya sea con la ayuda de los dedos o con los labios- no remeda ni por asomo a los plumíferos. En medio de sirenas urgentes, de alarmas asustadas y escapes tronadores, el «cantar sabroso no aprendido» de las aves –como proponía Fray Luis- se pierde sin retorno posible. Silbar hoy nos coloca a mitad de camino entre el canto verbal y la música instrumental. Es más, es un intento fugaz e inverosímil de fusionar a ambos. ¿Cuántos cantantes frustrados se consolarán con el silbido «como la ave solitaria»?

Llama bastante la atención abrir la ventana a la madrugada y oír a los obreros de la construcción o de las fábricas que silban sobre sus bicicletas. Les espera una jornada dura y mal remunerada, pero la enfrentan con la alegría de una milonga o una cueca entre los dientes. Pasa una mujer de curvas peligrosas y las palabras se pelean por salir de la boca, entonces un silbido ladino toma ventaja y emerge chicloso para hacer el despampanante recorrido femenil. Como también, todas las combinaciones posibles del abecedario se vuelven insuficientes para desaprobar un penal mal cobrado, una promesa hipócrita de campaña electoral, o una banda de covers que masacra algún clásico de la música popular; allí el silbido emergerá como un justiciero anónimo.

Sin demostración científica a partir de ningún estudio de la Universidad de Wisconsin, sospecho que los varones somos más silbadores que las mujeres. He consultado cara a cara a mis amigas y compañeras de trabajo. Todas coincidieron en que silbar no es parte de sus hábitos diarios. Es más, algunas confesaron no conseguir más que un soplido inaudible. ¿Será que para ellas el hecho de fruncir los labios es un gesto propio de colocarse rouge? Mi pregunta es menos machista que profunda. Intento demostrar que los intereses masculinos siempre están faltos de palabras y resultan cortos en la expresión. Aquí, silbar fragmentariamente una vieja canción se convierte en la oscura brea que maquilla los baches del silencio. Además, cuando alguien silba, resulta imposible diferenciar si lo hace un hombre, una mujer o un niño. Así y todo, si una dama se le ocurre desafiarme, prefiero irme «silbando bajito».

Sin embargo, la experiencia vital de encontrarse con alguien en la calle «silbando un tango oxidado», como cantaba Fito Páez, significa por lo menos una epifanía suburbana. Un pequeño milagro que se nos manifiesta ante los oídos, para luego seguir caminando con la certeza de que una parte de felicidad -la que se da naturalmente y sin vueltas- está en la punta de la lengua. El que silba está cifrando el arcano de las notas que ahuyentan las preocupaciones, como el flautista de Hamelin lo hacía con las ratas.

Entonces, si Bob Dylan se preguntaba (y nos preguntaba) «cuánto tiempo tiene un hombre que mirar hacia arriba antes de que pueda ver el cielo», me animo a sugerir, mis amigos, que la respuesta está silbando en el viento.



Tres temas con silbido:

Vientos de cambio, de Scorpions
La vida es silbar, de Tumbao Habana
Silbando, Música Sebastian Piana/ Catulo Castillo. Letra José Gonzalez Castillo

sábado, 21 de mayo de 2011

Un poema para leer en el registro civil




doble espía


alguien busca sin suerte en el armario
entre los estantes hinchados de facturas
tíckets y boletas una identidad
que se corresponde lejanamente con su físico
o al menos con el rostro de ese adolescente inmortal
pero apresado entre los cuatro centímetros cuadrados
de una fotografía oficial alguien también
sin aviso puede dar un salto sobre su cabeza
y lograr verse a sí mismo como si fuera
una cámara de seguridad un testigo mudo
en blanco y negro que observa en sus movimientos
la furtiva soledad de los que se saben otros
y al mismo tiempo uno indivisible

alguien por si no lo sabías tiene el perverso deseo
de ajustar cuentas con su retrato
porque desde una traición alguien parte
para conocer el verdadero nombre
de su propia oscuridad


para Joaquín Giannuzzi

miércoles, 4 de mayo de 2011

Un tanka para los días de insomnio




el electricista despierta


a veces sueño
que he encontrado una caja
llena de focos
pruebo uno por uno
aunque sé que no encienden


de La oscuridad de los ciruelos (inédito)