lunes, 27 de diciembre de 2010

Un poema para encenderse en las fiestas



el oyente espera


suena en medio de la cocina una radio
bate el parche del corazón de la noche
una música atrapasueños sin dueño
pero con inquilinos que no echan llave
a sus puertas late una frecuencia sin modulaciones
en la amplitud de la mesada con restos fósiles
de aves corraleras con la sal gruesa de un mar prehistórico
y el que escucha ausculta cada golpe sonoro
roza el pecho de cada palabra con el frío estetoscopio
de esta mano sin compañía

de pronto apaga todas las luces
para que las voces crucen el oscuro éter sin tropiezos
porque él en medio de la cocina se siente
una hornalla abierta que amenazante espera
esa chispa que encienda su corona de gas
a cambio de no envenenar el aire

domingo, 19 de diciembre de 2010

De los Portones al Arco, Cuarta entrega


Cuarta entrega:



Bolero inoportuno

«Hasta acá llegamos», había dicho Santi entre el humo. Precisamente esas eran las palabras que Juano hubiera esperado de Gala. Porque esa nota de veintitantas palabras que ella había dejado sobre la mesa no concluía nada. Tampoco prometía mucho. Algo muy lejano a la esperanza se alojaba en los últimos cuatro vocablos. «Quizás también a mí». Es más, de todas las palabras sólo una punza las sienes de Juano como una púa a un disco rayado. Quizás, Quizás, Quizás. Aunque mientras hace dedo, nunca se acordará de ese inoportuno bolero.

A veces los nombres esconden cosas de las personas. Gala se llama así sólo en parte. Su padre era maestro de primaria y jamás se pensó que el primer hijo pudiera ser una niña. Mientras la mujer hacía los trabajos de parto, barajaba nervioso en el sanatorio un manual Estrada. Veía sin leer las figuras de un caballero flaco y su grueso acompañante. Cuando la luz sobre la puerta de la nursery se encendió rosada, el maestro supo que su propio nombre no iba a continuarse. Bajó los ojos y leyó: «Miguel de Cervantes Saavedra es el más grande autor de la lengua castellana. Su obra máxima, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha». Más abajo observó. «Lo hace como novelista y dramaturgo; también como poeta. Así van apareciendo: La Galatea (1585), Las novelas ejemplares (1612)». Y más abajo comparó. «Los trabajos de Persiles y Sigismunda (póstuma, 1617)». Galatea, Sigismunda. Galatea, finalmente. Sin embargo, la niña sólo tuvo su nombre cuando con el correr de los meses el Galatea se fosilizó en el DNI y los últimos tres caracteres quedaron en la punta de la lengua de su padre y en el olvido de su madre.

En cambio, se sabe que Juano no es un nombre y, que en lugar de ocultar, muestra. La vocal final cierra este apodo y le da un equilibrio. Pero ya se ha dicho que los nombres o las personas guardan siempre algo bajo la capa. Juano verdaderamente es: Juan Orlando Salicio. Y no hay que explicar mucho sobre por qué su portador sólo tomó la primera letra del segundo apelativo, para olvidar sin piedad el aparatoso resto. Por eso cuando ellos dos se conocieron y dijeron sus nombres, en realidad se estaban intercambiando sus disfraces.

«Saludame a tu vieja, che», fue lo último que dijo Santi desde su enrevesado mundo, sin escuchar otra vez las explicaciones funerarias de su amigo. Así que mientras Juano camina hacia el este y espera que algún auto lo levante, puede verse que la cuenta es sencilla. Tres letras le faltan a Gala, una le sobra a Juano. Total, cuatro. Justo la misma cantidad que inquieta en la pérfida nota de despedida. «Quizás también a mí». Uno dos tres cuatro. Pasos de un baile solitario bajo el sol de verano.

Santi y la Torino habían sido repatriados a la ciudad por un camión remolque. Juano se vio tentado para volver. Pero recordó la promesa, recordó la sábana celeste y la cama vacía, recordó las tabletas de alcayota que acechaban desde su bolso. «Alguien me va a llevar», le había dicho a su chofer malogrado.

Ahora camina sin consuelo. Aunque cada paso lo acerca a Gala, al Ami 8.

Un elefante moribundo deja de ser un punto oscuro y se le aproxima lentamente. En este camión puede haber una posibilidad. Quizás, Quizás, Quizás.


Soundtrack: Quizás, quizás, quizás; por Gigliola Cinquetti y el Trío Los Panchos

domingo, 12 de diciembre de 2010

De los Portones al Arco, Tercera entrega


Tercera entrega:


Cartón piedra

La salida al Acceso Este no va a ser fácil. La Avenida San Martín atraviesa toda la ciudad y es por allí donde la caravana vendimial peregrina hacia el norte. El conductor de la Torino no pasa de segunda. Primera segunda freno, primera segunda freno. La aguja de la temperatura se mueve al ritmo de la decepción de Juano. Abre el bolso y ve los paquetes sin vender.

—¿Querés una tableta?
—¿Son de dulce de leche?
—No, de alcayota.
—¿Me viste cara de condenado?
—Tenés razón. El condenado soy yo.

Ahora están en los semáforos del cruce entre el Acceso Sur y el camino que llevará a Juano hacia el Arco. Santi insulta a los limpiavidrios, aunque finalmente les da unas monedas con una sonrisa. «De acá le metemos pata», dice. Se aferra al volante y calienta motores. Sin embargo, cuando todo es verde, la Torino da un relincho brioso en primera, un ahogo inmediato en segunda y continúa con una marcha discreta.

Juano mira hacia atrás y ve los carteles de gigantografía de un Peugeot de última generación. Él salta de la Torino y sube al auto cero kilómetro, tiene las llaves. Pero cuando lo quiere hacer arrancar, en vez de humo sale papel picado por el escape. La huida de Gala sólo le demuestra que ha vivido hasta entonces entre escenografías de cartón piedra, con tramoyas que se les veían los cables y con los tablados flojos. Pero sin un papel para representar. «Ahora tengo un papel», piensa. «Y la realidad».

—¿Che, extrañás el Ami? ¿Era rojo? Dice Santi.
—Siempre el mismo. Es amarillo. Y también una promesa.

Él recuerda cuando su padre decidió vender el Ami 8. Tenía en vista una rural Dogde cremita que lo volvía loco. Juano tenía diez años y con su madre hicieron un complot emocional para retener el viejo auto. Se abrazaron, lloraron, rogaron de rodillas. Sin embargo, el padre vendió implacable las idas a la pileta, las siestas comiendo mandarinas, los sueños mezclados con las películas en el autocine y la dulce amargura del maní con chocolate. Es decir, vendió sin más el Ami 8. Desde entonces, Juano le hizo una promesa a esos latones amarillos. Por eso cuando recibió una plata de la abuela como un modesto adelanto de herencia, comenzó una búsqueda frenética del auto que lo llevó hasta unos gitanos. Se acuerda y se le nubla la vista. Esas lágrimas parece que se le renuevan a Juano dentro de la Torino y ya no ve nada en la ruta.

—Hasta acá llegamos. Perdoname.
—¿Qué decís?, pregunta Juano tosiendo.
—¿No ves el humo? Encima estos cabrones de la GNC no me llenaron al mango el tubo.
—Pero recién estamos en el Puente de Hierro. No hemos hecho ni cinco kilómetros.

La montaña, la ciudad y sus luces de fantoche ya están atrás, muy atrás. Adelante, sólo quedan el llano y los oscuros ojos de Gala.


Soundtrack: Como yo te amo, de Raphael 

sábado, 4 de diciembre de 2010

El gigante blanco (anécdota para la Selecciones de Reader's Digest)


Estoy en el kiosco-almacén más antiguo del barrio. Con el tiempo se ha convertido en librería, regalería, perfumería y hasta -creo- venta de repuestos para naves espaciales.

Una señora está antes de mí y se demora en elegir unos felipes. «Me gustan tostados abajo y blanquitos arriba», dice. De pronto entra un hombre enorme. Casi dos metros de humanidad  con remera y bermudas blancas, y bien holgadas. El pelo rapado a cero, la piel morena como los pancitos de la señora. Saca de la heladera una coca grande y respeta la fila. Pero se lo ve apurado.

De reojo, miro hacia la calle y asoma el auto del grandote en doble fila. Cuando me toca, le digo a la almacenera:

-Atiéndalo al muchacho. Lleva eso solo.

El gigante albo se adelanta y dice:

-Glacias. También quiero un Malpolo.

«Qué le pasa a éste en la lengua», pienso para mí. Y la que atiende le dice:

-¿Cuánto tiene la bebé ya?
-¿Bebé? Ya tiene 4 años y se cree Celia Cruz.
-¿Cómo ha llegado a esa «conclusión» la niña? Le digo con un poco de ironía.
-Es que soy cubano.

«¡De ahí el problema con las consonantes líquidas y laterales!» me explico casi filológico. El cubano hace una pausa y nos habla con el son del Caribe en la garganta:

-Me tiene loco mi muchachita. Otros padles los retan o pegan a los chicos. Yo la alzo y la llevo bien pegadita al pecho pala que no le pase nada. Me hace reíl desde que me levanto hasta la noche.

Paga los puchos, la gaseosa y se va con una sonrisa tan gigante como su estatura.


A veces -no digo siempre- hablar con la gente te da vueltas el día como una media. Pol suelte.