miércoles, 23 de septiembre de 2009

Borgeana mal


Gladys Baum sabía que su plan estaba ya escrito. La justicia tiene cuerpo de mujer y ella lo entregaría al sudor de un marinero sueco. Esta vez no, el dinero no sería roto. Gladys tomará el remís hasta la fábrica, sus pasos asustados pero firmes la conducirán hasta la oficina de Webber, su jefe, que espera con ansias la denuncia que ella le había adelantado por celular.

Gladys sabe que tendrá que hacer fuego y decir con todo el odio de su sangre “He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”; sin embargo, por más años que transcurran, las historias de algún modo tienden a repetirse y Webber ya estará muerto cuando ella abra la boca. La coartada será repasada en su cabeza mientras se desabrocha la blusa.



—¿Lo creerá, Sargento?- dijo el forense—. Gladys Baum no tuvo en cuenta las pruebas de ADN.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Con la música a otra parte


Cuando recién comenzaba el siglo, yo tenía un poder. Una especie de arcano que me liberaba del tedio y la espera forzada. Quiero decir que me encontraba en el consultorio de un dentista, viajando en un micro, o en cualquier lugar haciendo trámites; entonces sacaba un libro del morral y ¡puf! Una máquina del tiempo de papel y tinta me trasladaba a otras épocas donde un niño se negaba a bajar de los árboles, donde una mujer podía ver en ayunas el interior del cuerpo de los demás, donde –sin escalas- un poema me esperaba para ser pronunciado. Los que no compartían este secreto debían resignarse a soportar el malhumor de las secretarias, conocer hasta la exasperación las cuitas de los otros pacientes, o mirar fijamente las pesadas agujas del reloj.

Pero desde hace unos cuatro o cinco años, la inefable tecnología popularizó el uso de los celulares y los mensajitos express, comercializó a precios irrisorios los mp3 y su música sin dueño, obligó a las personas a sentir que enfentarse a la calle -sin uno de estos aparatos- era (y es) como zarpar al Mar de los Sargazos sin brújula ni astrolabio. Entonces los hábitos se fueron modificando con la velocidad de un doble click.

Ahora nadie le sostiene la mirada a otra persona en una sala de espera, porque es más que seguro que está dele y dele clavándole los pulgares al escueto teclado del teléfono: o porque un jueguito lo tiene a maltraer, o se olvidó de avisar que llegó bien-hay mucha gente-pero no importa. Al mismo tiempo, todo el mundo escucha música en el mp3 (y sus sucesivos mp4, mp5...) con los auriculares. Así, van al almacén de la esquina con los oídos tapados de horrísonos graves y agudos. Si alguien les hace deseperadamente señas de comunicación verbal, tienen la deferencia de descubrir sólo una de sus orejas y, con la música incidental en mono, contestan con una media lengua lo que apenas alcanzaron a entender. Si no me creen, pregúntenles a esa raza ignorada e incomprendida llamada docentes.

Entonces, ¿es tan difícil caminar, esperar, transportarse, estudiar (¡!) sin tener que llevar la música a todas partes? ¿Se hace un imposible poder prestar atención al cruce de las esquinas, al próximo turno, al profesor de Historia sin tener que pasar de hit a hit como un alienado?

Está surgiendo entre nosotros la Generación miti, es decir, un grupo de personas que tienen demediado el cerebro, cercenada la percepción acústica de la realidad, divida –sin más- la capacidad innata de ser sociables. Me dirán, seguro, que la lectura nos abstraía de los demás. Todo lo contrario: la literatura nos propone siempre sumar otras experiencias, nos alerta todos los sentidos, nos destapa poros impensados, nos convierte en una presa mucho más difícil de atrapar por los hombres de traje gris, parafraseando a Sabina.

Esta nueva camada de futuros hipoacúsicos ignora quizás que, de seguir así, sólo les queda un camino: el de ser engañados con una facilidad pasmosa. Aunque para ellos siempre será más importante pasar al próximo tema.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Cuando todos tienen la razón



Llegaste tarde a la cita: tarde es la hora de los que siempre llegan: siempre que se llora es tarde: llegar es un punto más en el mapa: las lágrimas tardan en llegar: el mundo es un pañuelo de papel tissue: no: perdón: el mundo es una lágrima de barro.

martes, 1 de septiembre de 2009

Los raros (o celebración de la amistad)


La ha visto todo el mundo, y más de una vez. Sin embargo, yo siempre la agarraba empezada y me daba por vencido a los 20 minutos. O, si no, veía el final; pero con la angustia de saber que lo mejor ya había pasado.

Estoy hablando de la película "Cuatro bodas y un funeral" de Mike Newell. Sí, 15 años sin poder verla completamente hasta que hace un mes la esperé un viernes como se espera una revelación: sin saber si sería capaz de soportarla. Empezaba a las 12 de la noche por el VH1 y no se me iba a escapar.

Antes de seguir debo confesar -sin ponerme colorado- que soy fanático de Hugh Grant. Su torpeza galante en "Un lugar llamado Notting Hill", la acidez vacua e irresponsable de "Un gran chico" y la parodia descarada de "Letra y música"; son un imán suficiente para todos aquellos que sostienen el control remoto como un corazón trémulo y cambiante.

Entonces, esperaba –con mayor o menor torpeza- lo que siempre ofrece una comedia romántica: Dos que se conocen-Pegan onda inmediatamente-Confusión y dudas-Pelea- Reconciliación efectista- Final feliz. Este molde secuencial se ajusta a una gran cantidad de largometrajes “rosa”. Meg Ryan y Julia Roberts me dan la razón. Pero en “Four weddings and a funeral” de entrada me encontré que la heroína, una Andie MacDowell con un sombrero enorme y tan hermosa que corta el aliento, aparece como una mujer fría, desprejuiciada que –sin más- se lo levanta al bonachón de Charles (Hugh Grant) y escapa, para luego -en la segunda boda- aparecer comprometida con un viejo escocés forrado en plata y alcurnia. Primera luz de alerta.

La película, por tanto, trata de los encuentros fugaces de estos amantes en cuatro bodas consecutivas y un tristísimo como epifánico funeral. Si editáramos los minutos de “romanticismo” entre los dos, no llegaríamos al cuarto de hora. Cómo será que en el video de la banda Wet Wet Wet, que bellamente le pone una inmortal balada pop al film, tiene que “mechar” imágenes de los músicos cantando a cada rato. Luego de ciertos enredos y desilusiones, Carrie (la americana díscola) y Charles (el inglés atribulado) se besan bajo la lluvia en el último casamiento, comienza una música alegre y salen sin explicación las fotografías futuras de todas las parejas que se han formado, y la de ellos recién aparece como en el medio sonriendo con sus hijos. Nada más.

Puse las balizas y pensé en solitario. La peli no propone una clásica historia de amor de pareja, ya que estamos las dos horas atentos a los acontecimientos, cruces y devaneos de un heterogéneo y encantador grupo donde caben, entre otros, un excéntrico, una arpía amargada (fantástica Kristin Scott Thomas), un loser crónico con las mujeres, un gay cínico (y su poema de Auden que conmueve hasta las férreas agujas del Big Ben), un sordomudo que no le hace falta hablar para tenerla clara, una pelirroja alocada y Charles, soltero empedernido que echa a perder toda relación cuando ésta comienza a ser un compromiso. Por lo tanto, “Cuatro bodas…”, más que presentarse como una comedia romántica, propone una gran historia de amor entre amigos, con la aceptación del otro más allá de las diferencias, el compartir las soledades con el humor como trinchera para resguardarse de los malos momentos.

Cuando terminé de verla me acordé, aunque parezca tirado de los pelos, de “La era del hielo 3”. Ya que después de zafar de los peligros más increíbles, uno de los personajes mira a su grupo (formado por tres mamuts, dos zarigüellas, un tigre y un perezoso), sabe que sin sus amigos no hubiera sobrevivido y les dice sonriendo: “Somos una manada extraña”. Quizá en la rareza se encuentren los tesoros menos pensados.