sábado, 15 de diciembre de 2018

Un poema para tomar mate




balada rosa


ahí la tenés a mi mamá hace treinta años
con su hermana y el mate calabaza
como un amplificador de las voces
que van que vienen desde el pasado
hasta una rabiosa mañana de este siglo
en que las palabras pasan con edulcorante
el pesado recuerdo de ese nene que escucha
detrás de la puerta cómo se despabila
un sueño familiar cómo se le revela
un secreto o dos «a veces mi marido»
aunque la puerta y su fría madera
son una sordina para esta balada rosa
que se interrumpe «mi suegra
no sabés lo que me dijo» entonces
los archivos se abren dañados
porque no hay información
que no sea una advertencia
cuando una madre toma mate
con su hermana y distraída quizás
ceba en la cabeza de su hijo
un futuro sin dolor ni sufrimiento


HERNÁN SCHILLAGI, de «Castillos sonoros» (inédito)

domingo, 18 de noviembre de 2018

Un poema para almacenar



memoria externa

 


te pregunto vas a recordarlo todo
todo acaso como a los pinos de esa tarde
al viento y su suave queja entre las ramas
con una laguna seca de fondo sin pájaros
ni peces que le abran la boca a tu sed
de hacer borrón y lengua nueva

a recordarlo todo vas sin duda
hasta extraer de tu memoria
un dispositivo para almacenar
las sombras y compartirlo con el mundo
como si fuera un luminoso día
detrás de la ventana

grabaciones fotografías acaso
más una nube donde colgar tus nidos
y plegarias oscuras «que todo
quede y no duela» cómo no
si no existe una palabra un gesto
que no sean espina sin sangre
y al mismo tiempo caricia y perdón

HERNÁN SCHILLAGI, de "Castillos sonoros" (inédito)

lunes, 22 de octubre de 2018

Palabras para Gloria



¿Saga familiar?, ¿novela de aprendizaje?, ¿novela policial?, ¿novela pop?, ¿autobiografía velada?, ¿narración enmarcada? En apretadas 108 páginas, la narración que ofrece el autor a sus lectores tiene aditamentos de todas las clasificaciones enumeradas que, como un alquimista, ha sabido pasar por el alambique de su estilo conciso, transparente y libre de golpes bajos y sentimentalismos a pesar de que la argamasa de su texto está constituida por recuerdos propios ficcionalizados.

Hay quienes dicen que el mejor modo de salir de un laberinto es hacia arriba. Schillagi escapa de la madeja familiar y de sus redes afectivas, contradictorias pero firmes, de manera descarnada. El objetivo es documentar un rencor. Paradójicamente, toda la novela lo llevará al otro extremo del arco donde la reconciliación es posible a través de la palabra y la memoria.

Por supuesto, Hernán es otro. Es Franco. Un niño que se parece muchísimo al primero, pero vive su propia historia de papel en la que el autor ha editado su infancia a la manera de un niño: exagerando, mintiendo un poco e inventando lo suficiente para crear personajes muy singulares: Gloria, el Negro, Antonio; personajes, repito, que viven situaciones límite en el marco de la cotidianidad cansina de un pueblo y una finca.

PAULA SEUFFERHELD, 20/10/2018. Presentación de "Los cuadernos de Gloria", de Hernán Schillagi, Feria del Libro de Mendoza 2018.

lunes, 15 de octubre de 2018

Un poema desde el norte



policial nórdico


por qué motivos un bosque blanco
de ramas secas enorme y helado hasta la parálisis
insiste en crecer sobre los terrenos de mi mente
cuando en verdad es un desierto gris
el que se abre en los bordes de este pavimento
donde cada una de las huellas las pistas
y los sospechosos transitan con inocencia


pero un cuerpo aparece bajo la nieve
para que lo oculto estalle y todo se detenga
a la velocidad de una lenta cámara
que sigue la caída de los copos «tic»
y registra sutil su punteo sobre la tierra «tic
tic»

camino entonces entre los árboles de hielo
atrapado por este frío serial que como un asesino
le hace preguntas a mi imaginación
antes del primer disparo

HERNÁN SCHILLAGI, de "Castillos sonoros" (inédito)

domingo, 7 de octubre de 2018

El miedo se parece a una paloma sobre tu reja



Justo terminaba de quitarme los auriculares y apoyarlos sobre la mesa, cuando un grito desgarrador vino desde la calle para entrar con todo su filo a mis orejas todavía adormiladas. Como buen descendiente de italianos, siempre pienso en una desgracia antes que otra cosa. Nunca falla. Un portazo que se cerró sin aviso por el viento, para mí es un disparo lleno de pólvora y odio. Pensar lo peor hace que todo, luego del sobresalto, sea un hermoso malentendido. La sangre siciliana y argentina que corre mezclada por mis venas hace que viva con el Jesús en la boca. Sin embargo, este aullido fatal en la mitad de la mañana, salió de una herida abierta y se cortajeaba en los oídos como si un puñal estuviera revolviéndose con saña. Corrí espantado hacia la ventana, vi pasar tres cabezas adolescentes que se reían, aunque un manchón a contraluz me distrajo la visual. Una paloma posada en la reja no dejaba de mirar para adentro de mi casa. Con una fragilidad extrema, el animal se sostenía sobre sus dos patitas. Me acordé, por supuesto, del personaje de «La paloma», de Patrik Süskind donde, la sola presencia de ese bicho alado en su habitación, tomaba proporciones de una pesadilla pavorosa. Le saqué medio tembloroso un par de fotos y abrí la puerta. El mecánico de enfrente también se había asomado y, entre los dos, convenimos que el escándalo había sido un juego de los chicos que pasaban. Le mandé, entonces, la foto a un grupo amigo y uno me preguntó si aún no había visto la serie «Zoo». Cuando le contesté que no, comencé a ver en el borde superior de la pantalla de mi teléfono un trabajoso «Escribiendo, escribiendo…». El mensaje, con todas sus alertas, por fin llegó: «Los animales dijeron 'ya basta'». Casi al mismo tiempo entró la foto de otra amiga, donde un aguilucho acechaba la tranquilidad de su hogar. Un grito feroz, una paloma inquisidora, mensajes cruzados y la mañana que aporta luz a los miedos oscuros que anidan en mi pecho. Los sustos que me hubiera ahorrado si el nono Francesco no hubiese venido desde Palermo, desde ese pequeño pueblo enclavado en la montaña que, justamente, se llamaba Rucca Palumba.


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 29 de septiembre de 2018

Un poema con insectos




kafka testimonial



el libro cuenta otra cosa el libro
parece un sueño que apenas se recuerda
porque nadie se atrevió a documentar esa noche
las verdaderas páginas finales
donde los basureros de praga
vieron un bulto enorme pero liviano
que llamaría la atención de cualquiera

abrieron la bolsa como se mira la oscuridad
debajo de la cama y en vez de un monstruo
un joven sutil un poco pálido y convexo
se dibujó en el empedrado
un cadáver común y corriente sí
en los fondos de la respetable casa
de la familia samsa que ahora hacía los planes
de una última y feliz mudanza


HERNÁN SCHILLAGI, en "Castillos sonoros" (inédito)

domingo, 26 de agosto de 2018

Un poema para una crónica





una sustituta anunciada
                                                Él parecía insensible a su delirio:
                                                era como escribirle a nadie…
 
                                                        Gabriel García Márquez

la editorial sudamericana publica
este centenar de páginas sin orden
ni continuidad aunque sí tienen un principio
ese en el que ángela la menor de los vicario
se encuentra con su destino su tragedia su final
como un edipo que amasija a su padre
mientras huye de las palabras que lo condenan 
la editorial decía allá a comienzos de los ochentas
diagrama un caos el reflejo roto
de la memoria colectiva y una culpa
que da nombre a un pueblo para siempre
por eso la que esta vez escapa de la deshonra
y de la sangre se tropieza con la poesía se cruza
con los versos mal cortados de un correo secreto
para que la fiebre haga del mercurio tinta solitaria
porque ángela la menor de los vicario decide
elige ser poeta mientras borda los años
y sustituye la vergüenza por un fajo de cartas
que nunca será abierto ni revelado
ante un lector que se corporiza
para decir «bueno aquí estoy»


HERNÁN SCHILLAGI, de «Castillos sonoros» (inédito)

miércoles, 15 de agosto de 2018

Sálvate, Marty



Caminaba por Patricias Mendocinas de Ciudad, me sonó una notificación y, mientras sacaba el teléfono del bolsillo, una mujer me preguntó la hora. Miré la pantalla y tardé dos segundos más de lo que correspondía. Motivos: eran las 9.41. No sabía si ser preciso, o decirle "Son las diez menos veinte", o redondear para abajo. Opté por la imprecisión: "Son las 9.40". Pero lo que de verdad hizo que me detuviera en seco y que, por un rato, no me salieran las palabras; fue que creí anonadado que estaba ante una viajera del tiempo. ¿Qué otra persona, por lo tanto, enfrenta las calles del siglo XXI sin un celular? Podría entrar en detalles de tipo social y político. Cambios. Hoy vas entrar en mi pasado, decía el tango.

HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 4 de agosto de 2018

El nombre de los cuadernos




NOTA 4/EL NOMBRE DE LOS CUADERNOS


MI ABUELA Gloria era poeta. Más precisamente, una poetisa. La diferencia marcada del género femenino va más allá de los ejercicios con que las maestras nos torturaban en la primaria: «abad/abadesa», «zar/zarina», «poeta/poetisa». Estoy seguro de que mis compañeros no sospechaban ni por asomo lo que significaban esos pares de palabras. Pero yo, al menos, conocía uno: poetisa era Gloria, y me daba orgullo decirlo. Aunque ella no hiciera nada distinto a las demás abuelas. Tejía, amasaba los fideos y nos cuidaba algunas tardes. Sin embargo, ser mujer y poeta en una pequeña ciudad de provincia no era lo esperado. Aunque poetisa, sí; ya que debía ser la que escribía, en sus momentos de ocio, versos en la siesta mientras esperaba al marido que regresara del trabajo. Versos dedicados a las cuatro estaciones del año, a los árboles, a los héroes de la Patria, a las calles del pueblo, a la madre, a Dios, a los hijos y, conforme al inevitable envejecimiento, a los nietos. Cómo no.
Una de las primeras palabras que aprendí a leer en mi vida fue «Gloria». Llegaba a la casa de mi abuela y, sobre la mesa blanca, se destacaba siempre el anaranjado de un cuaderno pequeño, además de los colores de la bandera argentina y unas letras enormes en blanco. «Esos cuadernos son míos», decía mi abuela cuando yo quería rayar el cuadriculado con los primeros palotes. Entonces sacaba del armario unas etiquetas de vino para que dibujara en el dorso. Pero yo quería saber qué decían esos cuadernos. Cuando el alfabeto se me volvió posible, mis ojos deletrearon la palabra «Gloria» en la tapa. Mi naturaleza textual hizo que volviera hasta mi propia casa para comprobar si había cuadernos con los nombres de «Teresa» o «Antonio». Solo encontré unos azules sin nada en la tapa, salvo un entramado retorcido de telarañas. Mis padres llenaban de columnas numéricas cada una de las hojas.
Después, Gloria me había dicho que le gustaban esos cuadernos porque no todo el mundo puede ver su nombre estampado en mayúsculas. Compraba siempre los de tapa blanda, papel obra, de 48 hojas cuadriculadas. Por más que en ellos copiara una receta, escribiera el borrador de una carta, o anotara la lista del almacén; jamás se le había ocurrido utilizar otros de mejor calidad o más extensos. Con los años había almacenado cientos y tirado otros más, pero no tenía un orden ni un lugar único donde guardarlos. Siempre había uno sobre la máquina de coser o entre las antenas del televisor. Tenía una especie de costumbre compulsiva, volvía a escribir todo el crucigrama del diario a uno de sus cuadernos. Día a día, como en un rito verbal, trazaba los cuadros negros y los blancos, para después resolver las consignas. Su excusa era tan lógica que nadie se atrevió nunca a discutírsela: «Por si alguien quiere hacerlo después». Así y todo no había otra persona en la familia que se le animara a las palabras cruzadas. Cuando mi abuela se iba a tender la ropa, yo buscaba algún cuaderno y aparecían dioses nórdicos, símbolos de la tabla periódica, ciudades de la antigua Persia que poblaban las carillas. Nunca vi un solo poema, pero sabía que los fijaba en los cuadernos Gloria.
***
La obra poética publicada de mi abuela se resumía en cinco poemas distribuidos en tres plaquetas y una antología grupal. Firmó siempre con el apellido de casada, sin olvidar el «de» en el medio luego de su nombre. Esto la encumbraba también en la cima de la inefable categoría de poetisa. Un poema al río Tunuyán, otro al general San Martín y un soneto dedicado a Alfonsina Storni; le valieron reconocimientos en diferentes certámenes. Luego, cuando tenía ochenta años, una asociación de poetas jubilados la invitó a participar con dos textos para un libro. Debía pagarse su página para que fuera posible la edición. La noche que presentaron la obra en conjunto, leí rápidamente los poemas sin hallar lo que buscaba. Uno hacía referencia a los cosechadores y el otro describía una alameda en otoño. Sin embargo, ninguno hablaba de mí. 
En esa velada, uno de los viejos poetas que había organizado la antología se acercó con un vaso de vino para hablarme. No paraba de referirse a su pasado triunfal, plagado de premios ignotos y dudosos laureles oficiales. Hasta que me lanzó la aciaga pregunta: «¿Vos también escribís poesía como tu abuela?». Cómo habrá sido la cara que le puse y el tono de mi voz para decir que no, que estiró –sin soltar el vaso− su mano derecha en mi hombro y me dijo a modo de confesión: «No te preocupés, Gloria no escribió poemas hasta que se mudó a la finca». La finca de la calle La Posta, pensé, adonde en vida había sido enterrada.


HERNÁN SCHILLAGI, fragmento de la novela "Los cuadernos de Gloria" (2017)

viernes, 27 de julio de 2018

Un poema y un libro



un lázaro más
 

en un pasaje poderoso de la novela
«el evangelio según jesucristo» saramago
muestra a un resucitado lázaro que de nuevo 
cae inerte al piso así el hijo de dios se arrodilla
ante el cuerpo sabe que tiene el poder divino
de pronunciar las palabras las sílabas
las letras imperativas para que una vez más
logre levantarse y andar como si nada
pero en ese preciso momento maría
la de magdala pone su mano en el hombro
para decir «nadie en la vida tuvo tantos pecados
que merezca morir dos veces» la ficción
de este modo quiere ser realidad sagrada
sonidos concretos que salen de una boca
ajena donde el verdadero castigo
es parecerse a otro silencio tenaz
eterno y sin rostro que mira desde arriba


HERNÁN SCHILLAGI, de «Castillos sonoros» (inédito)

miércoles, 18 de julio de 2018

Un poema de ceremonia




cuento de hadas


otro libro del que quisiera hablarte
parece una pieza de relojería cada página
es un minuto que le ganamos a la muerte
tan preciso como los pasos de esa mujer 
de luto que camina hacia el cementerio
con ortigas en la mano en vez de flores
y repite y repite palabras para su soledad
de frío y manchas en el techo pero las espinas 
no duelen curan porque el daño es un atajo 
para que suceda el ritual cifrado de ser otro otra 
una madre que la razón niega sin embargo
los disfraces que da la locura son el abrigo 
para provocar el encuentro de una hija 
y su fantasma de una vida y sus secretos
donde un carnaval de muecas se descubre
y deja caer la última de las máscaras


HERNÁN SCHILLAGI, de «Castillos sonoros» (inédito)

lunes, 9 de julio de 2018

Ladrón de mi cerebro




Son pocas las sorpresas que a un pueblerino le pueden ofrecer sus veredas rotas y levantadas, sus árboles añosos y mal podados, su arquitectura baja y deslucida. Más allá de algún tropiezo inusitado, uno camina y camina con las boletas en una mano y con el corazón en la otra, tratando de que la vista se anime a dar un salto o, al menos, se desvíe de una rutina de planicie y pavor. Tal vez, las paredes rayoneadas sean una posibilidad sin arte, pero con precisión. Cuando mi mamá me llevaba a la escuela primaria, un grafiti de caligrafía firme prometía: «Seremos como el Che». Mi cabeza de niño no podía entender los meandros históricos y políticos del mensaje; pero una cuadra antes, ya ansiaba verlo, leerlo y darle forma silenciosa en mis labios a ese futuro simple. Luego, ya en mis veinte, cerca de la cancha, había otro que profanaba una pared de estilo colonial: «Chaca, ladrón de mi cerebro». Aquí sí sabía quién era el Chacarero, la referencia ricotera cargada de fanatismo, además de los magros resultados deportivos en el ascenso nacional que le trastornarían la cabeza a cualquiera.

«Y la ciudad, ahora, es como un plano / de mis humillaciones y fracasos…», gustaba comentar Borges de Buenos Aires. Sin embargo, toda urbe pequeña, o pueblo grande (que no es lo mismo, aunque se parecen), vive en «modo selfie» continuo; es decir, con la mirada puesta en uno mismo en primerísimo plano. Así, nos conocemos en escala 1:1 los detalles más escabrosos, nos contamos hasta la última de las costillas y se nos borronea el resto. Pues bien, hace unas semanas, alguien subió a las redes sociales una fotografía tomada por un dron, ese vehículo aéreo comandado a distancia; un juguete que los nenitos de mi generación ochentera hubiésemos dado un brazo por tenerlo. La foto en cuestión retrataba el festejo popular por un triunfo de la Selección en el Mundial de Fútbol. El resultado fue revelador y confuso, una conmoción efímera de belleza inesperada que me llevó a decir: «Esto no se parece a mi ciudad…». El dron te mejora hasta la cara del más feo, pensé, como también transforma la mirada que teníamos de las cosas. El valor de lo precario se sustenta en la lejanía, como esos rockeros veteranos que tienen un «buen lejos» solo en el escenario.

Traigo a la memoria las panorámicas del puente de Brooklyn, las tomas nocturnas de la Torre Eiffel, o aquella desde el Támesis para mostrar una Londres majestuosa. Insisto, los pueblerinos no estamos acostumbrados a esas postales, nos quitan el aliento tanto como nos dejan afuera. Por lo tanto, el dron, al borrar todo pormenor inconveniente, te roba también una parte del cerebro, esa que nos advierte de las decepciones y la frustración. «Una mirada desde una alcantarilla / puede ser una visión del mundo...», decía Alejandra Pizarnik; en qué consistirá, entonces, la rebelión de mirar lo cotidiano sin engañarse. Amar lo conocido y transitado con sus defectos más ominosos. Quiero una herida que no sea la calle donde nací.



HERNÁN SCHILLAGI



martes, 19 de junio de 2018

El corazón es una isla fría (Mundialeras 2018 #2)


La calefacción a todo vapor, el mate en la mano, 80 grados para el agua, la pastafrola casera y las tortitas tibias en la bolsa de papel; como también, un par de kilos de carne que se descongela en una bandeja y toda la leña para encender el fuego de la esperanza. Así empezó el Mundial, el verdadero, para cada habitante de este planeta futbolizado, más conocido como Argentina.
A medida que se acercaba el partido contra Islandia, se le iba restando un gol a nuestro inevitable triunfo. Porque el lunes ya ganábamos 5 a 0. Con los días, íbamos conociendo datos de los jugadores, de sus triunfos alarmantes, de su potencia física. Entonces el verbo ganar se volvió cada vez más difícil de ser conjugado.
Teoría caprichosa número uno: los partidos de Argentina deben disputarse 48 horas antes de que la realidad contradiga todos los pronósticos.
Pero los días pasaron y nos tocó en suerte un sábado gélido y sin corazón. Que el Mundial se juegue en el verano ruso es apenas un detalle, debido a que el frío del Polo Norte traído por los islandeses, más el aportado por el de nuestras latitudes australes, tuvo su concentración en el estadio del Spartak de Moscú. Islandia, tierra helada, de vikingos fornidos y carniceros. Argentina, tierra de plata, de la medalla de plata, digo, por tantos segundos puestos. Pues bien, trataba de explicar que las bajas temperaturas nos tenían apretados frente al televisor, cuando el gol del «Kun» Agüero derritió los carámbanos que nos colgaban de la nariz y, entre saltos y gritos, los abrazos templaron el ambiente. Solo cuatro minutos duró este calor ilusorio, porque un tal Finnbogason metió un derechazo que sonó más fuerte que el martillo de Thor. ¡Sálvame, Odín! O san Messi, como más les guste.
Aunque faltaba mucho para que el partido terminara, en mi cabeza empezó a rodar la serie televisiva «Trapped». Trata, casualmente, de un pueblo al norte de Islandia donde un barco queda detenido, atrapado, varado en el puerto, porque un cadáver sin miembros ni cabeza aparece en las costas durante su llegada. Del mismo modo, el equipo albiceleste flotaba en el campo de juego sin ideas ni pies que conectaran con fluidez para poder destrabar la férrea y helada marca de los nórdicos. Las «taras» de nuestros jugadores no tardaron en aparecer: pases intrascendentes, distribución lenta, fallas en las asociaciones y, cómo no, cortocircuitos desde el punto del penal. Así, tanto relatores como televidentes, empezamos a vociferar cambios milagrosos, a tirar runas estratégicas para conocer un futuro más promisorio que nunca llegó.
Teoría caprichosa número dos: siempre el que está afuera es mejor que el titular.
No podía saber Julio Verne, el gran escritor francés, que al situar en la lejana Islandia su novela «Viaje al centro de la Tierra», donde los protagonistas se trasladan hasta Snæfellsjökull, volcán por el que se introducen para alcanzar el corazón terrestre; no podía saber Julio Verne, repito, que luego de este primer partido por el Grupo D, ese corazón era de un impenetrable hielo oscuro, y no de lava ardiente.
Teoría caprichosa final: cuando dejemos de emocionarnos con la canción de Italia ’90, vamos a salir campeones otra vez.

HERNÁN SCHILLAGI

domingo, 10 de junio de 2018

Un alargue de cuatro años (Mundialeras 2018 #1)



Publicidades que motivan y arengan desde un nacionalismo gritón y sin alma. Promociones inverosímiles que nos quieren acercar más al producto comercial que a la tierra de Iván Drago. Fotos de jugadores en los paquetes de pan rebanado, en los cartones de jugos naturales, en las botellas de cerveza que, sospechosamente, ya tenían la lista de titulares antes que el director técnico. ¿Acaso me quieren decir, avisar y advertir que un nuevo Mundial de Fútbol está cerca? Pues se equivocan, amigos de los precios altos y los sueños bajos, el Mundial no ha terminado aún. Al menos para la Argentina y su «hinchada bullanguera».

Es así: empate en cero entre alemanes y argentinos en suelo carioca, pitazo final para los reglamentarios 90 minutos, el alargue y los consabidos penales. Un dato para los desmemoriados; la Selección Nacional venía de vencer por tiros desde los doce pasos a los holandeses, con un arquero convertido en héroe (Mascherano mediante). De este modo, un rubiecito llamado Mario Götze la paró de pecho a los 115, y con un zurdazo tan sutil como mortífero, puso arriba en el marcador a todo el alemanaje. Decime qué se siente, gritó un brasilero en perfecto castellano. Bien, ningún problema. Porque así como Osvaldo Soriano escribió sobre «El penal más largo del mundo», cualquier futbolero nacido en este país puede hablar y dar testimonio del alargue más extenso e insoportable que se haya conocido jamás.

En la novela «Zama», Antonio Di Benedetto proponía a un personaje torturado por la espera, víctima de encontrarse en un puesto incorrecto y en el momento equivocado. Tal vez, por eso, hemos transitado estos cuatro años como en falsa escuadra, con las piernas molidas, arrastrando un peso invisible que fatiga y nos tiene la cabeza sin oxígeno: el estado de alargue permanente. Mienten los que dicen que son apenas dos tiempos de 30 minutos en total. ¿O no fueron suficientes los alargues sufridos y perpetrados en las Copas América de Chile y Estados Unidos para entender que esto no estaba concluido? Tres subcampeonatos al hilo es una forma corta de ver la realidad. Campeón es el que sabe aguantar, el que se sienta cerca del trofeo para ver pasar el cadáver de sus frustraciones. «Todo el mundo quiere olvidar…», nos avisa Charly García, en una canción que se llama, justamente, «El amor espera». ¿O no es amor, entonces, estar haciendo un asado y que, en un silencio incómodo, alguien recuerde: «Palacio le tendría que haber pegado por abajo…»? Así, entre achuras y cortes vacunos, vuelve el penal no cobrado, esa de Messi al lado del palo y los injustos chistes sobre los pifies de Higuaín. Un eterno retorno, una lágrima en la llaga tanguera que el humo permite disimular.

Y si de recuerdos se trata, no puedo dejar de notar, con tristeza, que este será el primer Mundial sin Eduardo Galeano. El escritor uruguayo, antes de hablar una sola palabra sobre el deporte más popular y hermoso del planeta, repasaba necesariamente todas las injusticias y vejámenes que se vivían en ese momento. Por eso tituló su obra «El fútbol a sol y sombra». Brillos que ciegan tanto como manchas que salen a la luz. Allí está como muestra el video de las Madres de Plaza de Mayo entrevistadas por los periodistas «deportivos» que venían a cubrir el Mundial ’78. Qué nos esperará luego de tanta espera. No hay Mundial que por bien no venga.




HERNÁN SCHILLAGI

viernes, 25 de mayo de 2018

Vidrio templado


Camino por una calle que se deja invadir por el otoño. «Vidrios templados. Aquí», dice un cartel improvisado entre las hojas amarillas. En el suelo, una desechada lámina de alguien que no pudo esperar hasta su casa para sentir que sus dedos se deslizan otra vez sin interrupciones incómodas. Trizas. Sí, no hay un centímetro de su escueta superficie que no sea una cicatriz contra el espejo negro de la pantalla. De este modo, largas listas de diálogos e imágenes -que vienen y van- se encienden en pedazos; son fragmentos de una realidad remendada que toco (tocamos), pero las costuras raspan digitales mis huellas para borrar cualquier rastro de experiencia. Manrique, inmortal, me insinúa: «Cuán presto se va el placer; / cómo después de acordado / da dolor...». Entonces se me aviva el seso y desactivo el «modo silencio». Las alarmas que supe seleccionar con alegría comienzan a sonar bajo el tibio sol de mayo. Algo se parte en la continuidad de mi mañana sin pasiones ni sobresaltos. Alaridos entrecortados, melodías desencadenadas, sirenas rotas al alcance de la mano. «Que durar sea / mejor que arder…», cantaba contradictorio Cerati, para que luego su cabeza estallara sin aviso. Todo lo templado, todo aquello que intenta protegernos del duro frío que nos rodea, quizá tenga la marca de lo inestable, de lo que explota sin remedio frente a los ojos.

HERNÁN SCHILLAGI

Sobre "Los cuadernos de Gloria"



HERNÁN SCHILLAGI deleita con ‘Los cuadernos de Gloria’, una novela sencilla, amena, emotiva, que mereció el primer premio en su géne
ro, del Certamen Literario Vendimia 2017.
La prosa, llana, precisa y para nada mezquina, está exenta de adornos así como de golpes bajos, tentación siempre posible debido al tema.


El relato, en primera persona, da cuenta de las peripecias de un niño, tan querible y sincero como los otros personajes, particularmente la abuela Gloria. Entre otras virtudes, hay una escandida dosis de ternura, de alegría de vivir y de crítica que permiten la identificación desde la primera página.


A medida que se avanza, el autor nos sumerge en ese único paraíso que es la infancia y que, aun cuando ha sido dolorosa, la revivimos en los momentos gratos tanto como en aquellos que nos dejaron una marca, un sello, más la loable posibilidad de reflexión sobre la condición humana. 


La solidez narrativa, la capacidad para elegir el material literario de ese mare magnum que es la memoria y haber encontrado el tono, que se mantiene de una punta a la otra, hacen de esta una novela inolvidable y da cuenta, una vez más, de la madurez de nuestros escritores.


Los personajes se nos quedan y dialogan con los propios de cada uno. Es que, a la vez que Schillagi nos atrapa con la verosimilitud de un relato bien contado, subyace un texto aleccionador, desde un tiempo y un lugar que, por la calidad, se torna universal.




ANDRÉS CÁCERES, periodista y escritor

viernes, 20 de abril de 2018

Un poema de fierro






hierro y camino

De un sueño lejano y bello, viday,
soy peregrino…

Atahualpa Yupanqui


no hay sonido que no conozca
o más bien no existe un solo ruido
de ese árido planeta nombrado como calle
que no esté obligado a recorrer
las vueltas del pabellón auditivo
para meterse en mi cabeza
sin aviso ni piedad

por eso es que despreocupado
vuelvo a pie de un encargo del albañil
«una varilla del ocho» había pedido
es decir doce metros de hierro en mi mano
que traigo sobre el asfalto a la rastra
y las chispas saltan contra la tarde
como fugaces estrellas sin deseos
aunque son los chillidos férreos inflexibles
los que anuncian a todo el que se dé vuelta
y quiera escuchar «cuidado
los cimientos de una casa
dependen de mí soportan en mí
y estos gritos tan agudos y luminosos
serán las columnas de un silencio
hogareño que ni todo el cemento gris
podrá ocultar cuidado tengan cuidado
he dicho no soy tan fuerte como parezco»