Estoy
mirando un documental mientras plancho. Sí, no soporto el silencio que se
extiende ni las arrugas en la ropa. Una anaconda en la selva amazónica es una
manga que se rebela con sus dobleces salvajes. El rociador, una catarata sutil que
restalla en el accidentado relieve de mis pantalones. El paisaje en alta
definición me impacta, aunque no se compara con las planicies logradas por el
calor y la humedad sobre la tabla de planchado. Abuso del apresto y del teflón
para enfrentar a los prolijos depredadores urbanos. Plancho y miro, miro y
plancho. Aunque hay zonas grises, neutrales quizá, donde -entre frunces,
pliegues y surcos- los sonidos están en primer plano: la fría voz en off, los
rugidos hambrientos, el trinar celoso de los pájaros, las gotas de lluvia
multiplicadas por los parlantes. Pero, de pronto, una arruga auditiva: el
explorador habla con los nativos de una tribu y la voz del doblajista se
superpone a la de los originales. El sonido ambiente no se ha suprimido como en las
películas, sino que aparece un dialecto ambiguo e indomable que no puedo alisar
ni mucho menos traducir. Mi atención está en el cuello de una camisa y no puedo
ver con claridad quiénes abren la boca. ¿Cómo
descifrar, entonces, esa onda sonora que se entrelaza impura en el aire? «Te
llamo con gorjeos y con chillidos finos…», escribe Jorge Boccanera en «Palma
Real». Para decir más adelante: «no con palabras te convoco, sí con zumbidos,
voces que resuenan…». Mi mano sostiene firme una máquina eléctrica que asfalta
las dudas de una sola pasada. Acaso
planchar sea una manera elegante y civilizada de estar alertas entre tantos
animales sueltos.
HERNÁN
SCHILLAGI