lunes, 29 de mayo de 2017

Arrugas






Estoy mirando un documental mientras plancho. Sí, no soporto el silencio que se extiende ni las arrugas en la ropa. Una anaconda en la selva amazónica es una manga que se rebela con sus dobleces salvajes. El rociador, una catarata sutil que restalla en el accidentado relieve de mis pantalones. El paisaje en alta definición me impacta, aunque no se compara con las planicies logradas por el calor y la humedad sobre la tabla de planchado. Abuso del apresto y del teflón para enfrentar a los prolijos depredadores urbanos. Plancho y miro, miro y plancho. Aunque hay zonas grises, neutrales quizá, donde -entre frunces, pliegues y surcos- los sonidos están en primer plano: la fría voz en off, los rugidos hambrientos, el trinar celoso de los pájaros, las gotas de lluvia multiplicadas por los parlantes. Pero, de pronto, una arruga auditiva: el explorador habla con los nativos de una tribu y la voz del doblajista se superpone a la de los originales. El sonido ambiente no se ha suprimido como en las películas, sino que aparece un dialecto ambiguo e indomable que no puedo alisar ni mucho menos traducir. Mi atención está en el cuello de una camisa y no puedo ver con claridad quiénes abren la boca.  ¿Cómo descifrar, entonces, esa onda sonora que se entrelaza impura en el aire? «Te llamo con gorjeos y con chillidos finos…», escribe Jorge Boccanera en «Palma Real». Para decir más adelante: «no con palabras te convoco, sí con zumbidos, voces que resuenan…». Mi mano sostiene firme una máquina eléctrica que asfalta las dudas de una sola pasada. Acaso  planchar sea una manera elegante y civilizada de estar alertas entre tantos animales sueltos.

HERNÁN SCHILLAGI