miércoles, 8 de febrero de 2017

Tiene un mensaje sin leer





Llegué al mediodía a mi casa, luego de una mañana completa de exámenes psicofísicos que me habían pedido en el trabajo. En el escalón de la puerta estaba alguien esperándome: una paloma. Nada extraño. Sin embargo intenté abrir y ella ni se movió siquiera con el tintineo del llavero. La miré bien y tenía un anillo naranja en la pata derecha. No sabía qué hacer ni qué decir. «Deja la vida volar, / tu boca junto a mi boca, / paloma, palomitay», me graznaba Víctor Jara del otro lado de la cordillera, o de la existencia.
De un saltito llevó sus plumas grises a pasear por la vereda. Pasó la vecina de la farmacia y cuando le quise consultar me dijo: «Les tengo fobia, chau». De pronto, el vecino de al lado salió en la bici y me explicó que no era cualquier «bicho», sino una paloma mensajera. «Debe estar perdida», dijo don Hugo. La Primera Guerra Mundial se nos había trasladado al este de Mendoza. «Qué hacemos», le pregunté, mientras el alado animal ya cruzaba «a pie» la calle y daba muestras claras de sus dificultades para volar. No se dejaba atrapar por ninguno de nosotros. Entré a mi casa y a internet -otra forma extraña de hogar sustituto- y me enteré de que hay que darles agua y comida, llamar a la asociación de colombófilos y pasarles el número de identificación que está en el anillo. Luego tener paciencia, mucha, como había tenido yo esa mañana cuando la «otorrina» me había estirado la lengua con su mano enguantada, mientras me pedía que vociferara vocales abiertas a las cuatro paredes del consultorio.
Por supuesto, la paloma se escapó. Pero antes de entrar, le pregunté a don Hugo -medio en broma- cuál sería el mensaje que me había traído el pájaro y no pude leer: «Seguro que uno bueno», sentenció y comenzó a pedalear con tranquilidad. En vez de sonreírle, tragué saliva y un dolor lejano me hizo acordar de los tironeos de lengua de la doctora, como si las palabras dejaran un residuo punzante en la raíz antes de empezar a volar por el aire hasta los oídos de los demás.
HERNÁN SCHILLAGI

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