viernes, 21 de febrero de 2014

Un poema escondido



tinta invisible


el ácido del limón debilita el papel
pero refuerza un secreto una escritura esquiva
para así encender el fuego traicionar
un pasado presente en cada mensaje «siempre
es tarde para llorar» dice y los ojos del niño espía
hacen un registro fugaz aunque señero de la frase
un tatuaje sin épica ni dolor en la piel
que igual sangra que de todos modos se corrompe
y su cuerpo cae como un tintero desbocado
para manchar de certezas un juego
donde las reglas aún no pueden ser leídas


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 15 de febrero de 2014

Esa memoria con nombre de extranjero




A comienzos de este siglo, me mudé a mi departamento de recién casado. Teníamos tanto que escribí un haiku a modo de inventario: «un par de ambientes / la cama el sol la mesa / y la esperanza». Entre otras cosas, carecíamos de cable y de ese lujo mágico llamado Internet. Así y todo, la crisis nos regaló una vecina de unos 85 años con problemas de vértigo. Le zumbaba en forma permanente un oído y casi no la dejaba pensar. Bien temprano a la mañana golpeaba con su mano huesuda mi ventana y me decía con desesperación: «Nene, te acordás cómo se llamaba ese actor tan lindo que se mató de un balazo». Había pasado toda la noche en vela, enloquecida por la maraña del olvido y el aturdimiento. «Casado con una rubia», agregaba. Tener una madre novelera y haber visto a Mirtha Legrand toda la infancia siempre me han dado beneficios inesperados: «No será Claudio Levrino –le decía-, el de Un mundo de veinte asientos, que dejó viuda a Cristina del Valle». Mientras cerraba la ventana, escuchaba un aliviado «Gracias, m’hijo». Otras tantas veces fracasaba en mis respuestas, aunque intentara engañarla con rodeos o aciertos parciales. La mala memoria es perfeccionista: no recuerda y encima no permite olvidar. ¡Cuánta verdad tranquilizadora nos hubiera arrojado Google! No obstante, esa era una época donde la memoria secundaria (o a largo plazo) solo se activaba con el sudor analógico de las conexiones neuronales.

Con la masificación de la telefonía móvil, sumado a una conectividad omnipresente y todopoderosa, nuestras embrolladas cabezas teclean a oscuras un par de datos deshilachados y el milagro sucede: Susana fue novia de un basquetbolista de apellido Draghi, la tragedia del Challenger fue en 1986, el malo de los Silverhawks se llamaba Monstruón, Boca tiene más clásicos ganados. Información subsidiaria que la mente había decidido desechar por salud. Sin embargo, ahora tenemos la posibilidad de recordar todo o, lo que es peor, de olvidar lo poco que hemos almacenado. Como les sucedía sin mucha explicación a los habitantes de Macondo en Cien años de soledad: un olvido creciente provocado por una epidemia de insomnio. Al principio se contentaban con la idea de que así les iba a rendir más la vida, pero no dormir traía una manifestación más crítica: «cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de la cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado…». Los libros son los guardianes de la memoria, decían los antiguos, pero los maravillosos buscadores de Internet, ¿no nos convierten en fundamentalistas del dato chequeado tanto como en parásitos de un cerebro extranjero?

Hasta no hace mucho podíamos entretenernos en una reunión tratando de recordar el nombre de una banda o de una serie vieja. Cuando el grupo es grande, los temas de conversación en común -más allá del meteorológico- no abundan. Ahora, ante toda duda, cualquiera desenfunda su celular «inteligente» y pone en práctica ese verbo inédito y asombroso: googlear. La posibilidad de la polémica, del intercambio de experiencias y del conjunto de asociaciones disparatadas se esfuman en menos de un segundo. Por eso nunca me banqué del todo a He-Man. El tipo era el hijo del rey, todo musculoso y con un séquito de hábiles ayudantes; pero ante el menor de los peligros sacaba una espada, la alzaba fálicamente para tener el poder y convertirse de este modo en un bronceado fortachón. Así cualquiera es el amo del Universo. Como un Alzheimer elegido, entonces, ¿cuánto de la pereza del príncipe Adam reservamos para los recuerdos? ¿Nos espera solo ser rencorosos y no memoriosos como recita el miserable slogan de la diva de los almuerzos?

Reconozco que la invención de la rueda no nos atrofió las piernas ni por asomo en tantos siglos, aunque sería interesante poner en la palestra un nuevo fenómeno: la vacilación nemotécnica. Nadie asegura un dato sin haberlo rastreado antes en el buscador que, por cierto, devuelve más errores que certezas. Sospecho que el periodismo ya adolece viralmente de este vicio. ¿Seremos capaces de recuperar, en la caja negra del pasado, el par de pistas que necesitaremos para activar el Google? Hablamos desde el temor y la incertidumbre. ¿Podremos perdonarnos semejante omisión? Así tendremos que rememorar quién fue el causante de nuestro mal para luego tomar revancha. Aunque Borges nos haya avisado precisamente que «el olvido es la única venganza y el único perdón». Por lo pronto, ya siento otra vez que golpean mi ventana en busca de respuestas.


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 8 de febrero de 2014

Archivos revelados



Leo la novela de una amiga que me pasó por correo electrónico. Pulso un «like» más o menos meditado en un poema inédito que alguien colgó en el muro de Facebook. Me enredo en un comentario de largo aliento tras un ensayo recién posteado en un blog literario. Marco detalles, tiro de las hilachas, insinúo propuestas de trabajo. Pero hay algo que es cierto aquí: todo lo compartido en las redes sociales o soportes virtuales es borrador. Un borrador expuesto y vulnerable.

Más allá de los aparentes poderes de congelamiento que poseen los archivos en formato PDF, lo leído en la pantalla tiene un carácter de estado de intervención permanente. El cursor titila anhelante al borde de una palabra y el puntero del mouse inquiere al texto como una maestra malhumorada; entonces la tentación de sugerir un final diferente, cambiar una palabra de lugar o eliminar una rima involuntaria se nos impone. Al mismo tiempo, lo redactado carga con el sambenito de encontrarse en una etapa de muestreo, con carteles subliminales que nos mendigan el favor de la lectura. Nuestro tiempo es valioso, verdaderamente. Sobre todo cuando tenemos que apartar la vista de la última pelea mediática o del morbo musicalizado de los noticieros para leer -con gesto perdonavidas- un trémulo y expectante archivo. ¿Somos lectores más activos o estamos enfermos de vanidad correctora?

En El caballero inexistente, de Ítalo Calvino, todo un ser invisible se creaba a partir de la conformación de una nube de voluntades abandonadas por el resto de los mortales y se metía en una reluciente armadura: «Era una época (la Edad Media) en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar una impronta, de rozarse con todo lo que es, no se usaba enteramente…». Por lo tanto, ¿hacia dónde se van los fragmentos de nuestras «no del todo ganas» de leer un libro ajeno en el procesador de texto? ¿Este esfuerzo lector nos da derecho a una ojeada de soslayo y a la consabida crítica constructiva? Es más, este modo de leer resulta tan mutante como horizontal. Antiguamente, una persona subrayaba el libro, hacía anotaciones en los márgenes o en libretas cajoneadas en el olvido, y luego quedaba satisfecho con solo intercambiar sus apreciaciones con un amigo en el café. El escritor quedaba fuera de todo, pero también a salvo. La impresión en papel, el supuesto filtro editorial y los elogios de las presentaciones envolvían auráticamente (si existe la palabra) a la obra. Por más críticas o elogios que surgieran, el libro ya estaba publicado: «Nada puedo hacer, ya no me pertenece del todo», les he escuchado decir con alivio a algunos poetas. Ni siquiera podemos aspirar a vender los originales en un futuro –si nuestro amigo artista la pega- en Mercado Libre o subastarlos ante los fetichistas del error que coleccionan esperpentos literarios. Los documentos virtuales no dejan trazos para comerciar.

Desde hace unos años, el propio autor es el que envía en un adjunto su «obra en construcción». Así, el lector incauto (amigo/pariente/conocido/¡follower!) recibe un tipo de lectura que no desea, pero que lo incluye. Quizás viene a ser un reemplazo ralentizado del otrora género epistolar. Cartas con cara de libro que esperan correspondencia inmediata y fulminante. Intuyo, por tanto, que ya no se escribe igual tampoco: el lector (no tan) ideal se encuentra allí, al alcance de la mano, tan manchada de tinta y de esperanzas. Por eso, no puedo dejar de agradecer la confianza que un autor deposita en mí cuando me arroja un archivo que aguarda –en el ida y vuelta- ser revelado codo a codo entre tanta oscuridad y distracción. Ya lo escribió Mario Benedetti y lo cantaron mejor Sandra y Celeste: «Somos mucho más que Word».

HERNÁN SCHILLAGI