jueves, 19 de septiembre de 2013

La escritura convulsa





«La belleza será convulsa, o no será…»
 André Breton

1.
Desde que tengo memoria he tosido como bestia. Un caballo desbocado en medio de un desfile patrio. Así, ante el cambio brusco de temperatura: ataque de tos. Baja el Zonda con su ejército de polvo y pelusas: tos. Humedad en el ambiente: ¡tos y más tos! También, hay que decirlo, es mi manera aparatosa de anunciarme al llegar a mi casa. Unos metros antes saco la llave del bolsillo y el asma alérgica se activa espasmódicamente: «Ahí viene mi marido», predice sin esoterismo mi mujer. Entrecortado, entro al hogar en busca del inhalador o del agua salvadora. Es decir, toda mi existencia se ha visto solfeada por la música violenta de los golpes en el pecho y la garganta.

Sin embargo, hay un momento puntual de mi vida toseril que, por estos días, cumplió los 20 años (miro un rato en la pantalla esa cifra tan redonda como gardeliana y no me permito pensar que «no es nada» ni «qué febril la mirada»). Recuerdo la historia un poco por fragmentos: Nebulizador a todo motor, máscara en la boca que aspira el Neumotex hasta los pulmones, la tele prendida, aunque no puedo escuchar bien. Es de noche y todos duermen. Me encuentro solo y en pocos minutos estoy por cumplir 17 años. Mi tórax se hincha y se contrae para que el químico haga su efecto. De pronto, el vapor se termina, apago la máquina, pero es otro mecanismo el que se ha disparado por primera vez. Entonces busco en la mochila un cuadernito a rayas y, Bic en mano, comienzo a escribir. Así, sin más. Que los cumplas feliz, de paso.

2.
En mi familia siempre hubo libros y revistas sin necesidad de una biblioteca. Levantaba un almohadón y aparecía un librito como un ácaro que me pedía ser inhalado. Todos leían y eso me convirtió en un lector voraz e inquieto. Las novelas de aventuras de Emilio Salgari y Jack London, las de ciencia ficción de Julio Verne, toda la saga de Tom Sawyer del genial Mark Twain; además de las inocuas historietas de Dante Quinterno, habían funcionado como un ungüento mentolado que destapó las vías respiratorias de mi imaginación. Ser «lector» solamente, posibilitó durante años que las maravillosas andanzas y los mundos de otros atravesaran mi ingenuidad y me trastornaran la mirada para siempre. Lo dicho, leer es uno de esos superpoderes que ningún héroe de cómic mostraría con orgullo. Sin embargo, la niñez se vive con una intensidad única, por lo tanto cada una de las experiencias puede ser revisitada por el escritor e intentar alterarlas a su conveniencia. El «poder», por tanto, consentía amplificarse, como si a Súperman no lo afectara la kriptonita. El que ha sido completamente feliz en su infancia, muy difícilmente sea poeta luego. Se escribe para cauterizar lo imposible. Pero mi segunda lengua ―ancestral y popular― de la tos constante siempre hace que las heridas vuelvan a abrirse en el recuerdo.

3.
Un poco antes de este suceso tan fundacional para mí como intrascendente para el resto de los mortales, el hermano mayor de un amigo supo descubrirnos los aforismos que aparecen en Así habló Zaratustra, de ese rocker de la filosofía llamado Nietzsche: «El hombre es algo que debe ser superado; el hombre es un puente y no un fin», como también ese otro que dice: «En el amor siempre hay algo de locura, mas en la locura siempre hay algo de razón». Escuchar eso y cabecear una bomba atómica nos producía casi el mismo efecto. Debatíamos sin entender mucho y, entre toses adolescentes, un virus se iba anudando con mi sangre. Al mismo tiempo, ya me había topado con ese melodrama con cara existencialista de El túnel (Sabato), los cuentos temerarios de Poe y los «secabochos» de Horacio Quiroga (¡Ay, «La meningitis y su sombra»!) que me habían iluminado de tinieblas.  Encima, todo mezclado en una cazuela humeante de primeros amores y desengaños varios. Así me animé a escribir una especie de «pensamiento» sobre el amor, como no podía ser de otra manera. Con el tiempo, mi mano garrapateó poemas, cuentos y novelas breves, entre otras escrituras agitadas.

4.
El problema es que, cuando se ha empezado a escribir, nunca se lee de igual modo. Pasa una mujer con caminar felino para sumarle una nueva curva a lo imposible y, en lugar de disfrutarla en la cadencia, nos solazamos más en pensar cuántas vueltas hace su intestino delgado. Así de retorcido es un escritor cuando lee. Uno se convierte, al decir de la ensayista María Pía López, en un «lector arruinado», pero sin perder pasión, agrego yo. Si hasta García Márquez cuenta en una de sus Notas de prensa cómo leía a Hemingway o a Kafka con la sola intención de desmontar los resortes narrativos de estos próceres de la ficción. Por lo tanto, el que decide entrar en esa zona de catástrofe que es la escritura convulsa aprende, más temprano que tarde, a tener que dominar lo irracional. Pues la tos y el lenguaje lo son.

5.
Misteriosamente, la poeta Patricia Rodón estampó hace unos años en una filosa greguería: «Todos los poetas tosen». Me la crucé varias veces y nunca me animé a preguntarle qué situaciones la habían llevado a esa sentencia que se acercaba a mi cuello como una guillotina hipersensible. Sin embargo, las dos décadas completas que han pasado desde la primera ocasión en que empuñé una lapicera (en el medio se convirtió en una Olivetti y luego en un teclado de PC) han hecho darme cuenta de que, tanto la tos como la escritura, no me han abandonado nunca. Tampoco me han dado tregua. El mal de la escritura eterna, le llama certeramente Francisco Umbral que, tras cartón, publicó una novela titulada La belleza convulsa, donde dice: «La vida, admitámoslo de una vez, no nos deja nada,  salvo una experiencia que solo es aplicable a nosotros mismos (al ‘nosotros’ que fuimos, ni siquiera al actual)».

Tal vez, las palabras han venido a completar el aire que me faltó en cada espasmo: «La realidad es que el aire no sale / pero la impresión / es que el aire / no entra…», descubre Irene Gruss en el poemario Sobre el asma. Por eso puedo decirle, ahora, a ese pibe de pulmones débiles con una máscara en la boca que siga brotándose extrañado y trémulo ante los embates alergénicos del mundo, porque el silencio y la soledad ya tienen un antídoto salvaje, bello, inquietante que lo espera en el futuro sin respuestas, pero que aplaca también sin engaños.


HERNÁN SCHILLAGI




sábado, 7 de septiembre de 2013

Todo viaje intenso es literatura





Viaje, Ale Caterva. El ojo del Fez, Junín, Mendoza, 2013, 200 págs.


            Como un pulpo que expulsa su tinta más por convicción que por miedo, las ocho manos que componen el colectivo literario Ale Caterva sacó a la superficie terrestre Viaje, una experiencia/libro de “literatura en banda”, como sus mismos cuatro integrantes la han denominado. Los escritores Edmundo Beltrán, Pablo Altare, Mariana Tarquini y Pablo Gullo (todos oriundos del Este mendocino) afinaron sus instrumentos narrativos para, a partir de la idea motor del viaje, plasmar con asombrosa unidad una travesía de historias tan variadas como potentes.

            Un primer texto escrito por la totalidad de sus integrantes expresa las ilusiones y pujas de un grupo de militantes en el recorrido hacia una manifestación. Una alusión –cómo no- a las tensiones de la política actual, pero también una posible arte poética del “colectivo”. Así, comienzan a tener rodaje las diferentes historias individuales: un cuadripléjico envuelto en un viaje tan espiritual como absurdo, una nieta y su abuela dan pelea al olvido progresivo a través del relato épico del primer argentino en la Antártida, un diario sin fechas ni precisiones de un argentino en Madrid y el iniciático periplo hacia la intensidad de la poesía de un oficinista de pueblo. El recorrido de la banda concluye, por supuesto, con el “artista invitado” César Marchetti –integrante de la revista Barcelona- con un breve texto de factura interesante, pero que desentona con el resto en cuanto a desarrollo y estilo. Porque lo más logrado de la propuesta, que desde afuera aparenta ser otra insulsa antología de cuentos, es que cada historia es una nouvelle o relato largo, además cada narrador apela a la coloquialidad mendocina con precisión, el paisaje local está al servicio de las acciones y no del pintoresquismo. Todo, con un evidente correlato estilístico fruto del trabajo de ensayo y corrección grupal donde no ha habido lugar para las concesiones “perdonavidas”.

            Por último, la edición -ilustrada por Danilo Innocente- muestra un cuidado en los detalles rara vez visto en la provincia. La literatura, entonces, suele ser un viaje verdadero cuando es el resultado de la intensidad de sus historias sumado al compromiso de las causas que se saben perdidas, pero que son justas y necesarias.            
           

HERNÁN SCHILLAGI


*Versión ampliada  de la reseña publicada originalmente en el suplemento Escenario del Diario Uno el 7/09/2013.

martes, 3 de septiembre de 2013

Verdura kirchnerista


Mediodía de finales de invierno. Cambio mi recorrido habitual hacia la zona de la parada del micro. Pizarra con grandes letras en tiza blanca: «Verdulería». Tomates y lechugas a las apuradas antes de que llegue el expreso. Entro en busca del zapallo inglés para la sopa. El verdulero -cuchilla en mano- me invita a elegir sin imponer su arma. Mientras calibra la balanza electrónica con una mano, en la otra sostiene el control remoto y prende la tele: «A ver si está hablando mi querida presidenta». Acostumbrado al desánimo me refugio en un silencio de chauchas y palitos. Pero enseguida noto en su acento norteño una alegría inesperada. Palabras de aliento para las obras de este gobierno. Intercambiamos opiniones positivas sin descubrirnos del todo, con una confianza tan difusa como auspiciosa. Salgo y veo a los micros pasar repletos de gente. Entre dientes me sale, sin aviso, esa de Charly García que empezaba: «Acabo de llegar, no soy un extraño». 

HERNÁN SCHILLAGI