jueves, 14 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Vigésima entrada







Vigésima entrega:
    El Desaguadero

   Esta noche, como otra anterior, promete ser luminosa para Juano. Aunque todavía faltan un par de horas para que oscurezca y el plazo dado por Gala se cumpla finalmente. Juano conduce con las dos manos apretadas contra el volante. El Ami corre como si la carpeta asfáltica estuviera untada de jabón. Tanto calor y humedad han hecho que en el cielo comiencen a acumularse nubes. Hay electricidad en el aire, roces de una atmósfera inestable. Los carteles y los postes pasan fugaces. Juano recuerda que, cuando su familia iba para San Luis, con el hermano jugaban a ver quién descubría más nidos de hornero sobre los postes. Esas casitas de barro construidas contra el frío y la lluvia por un simple pájaro eran magnéticas para sus ojos. ¿A qué jugar, entonces, cuando a tu casa le han arrancado el techo?

    Juano no puede dejar de recordar. Siempre le pasa lo mismo cuando está en movimiento. Una última foto, por lo tanto, se revela en su cabeza y comienza a tomar movimiento y voz; porque, sí, ese viernes pasado, mientras Juano esperaba a que la vecina terminara de hacerle el glaseado a las tabletas, Gala concluyó de darle forma a una idea, a un proyecto. Quizás también a una huida: «Nos tenemos que ir de aquí, no da para más», dijo y las palabras le salían como agujas inyectables. Los días que faltaban para hacer la temporada en la fábrica eran muchos, la amenaza de cierre, además, parecía inminente, como también la caída de este país hacia un precipicio sin fondo. «A España, a Miami, a donde sea, Juano». Pero el vendedor ambulante no respondía, pensaba que con las tabletas podían ir tirando, que la fábrica tal vez se reactivaba y quedaba efectivo. ¿Qué iba a ser con el Ami 8 en la Puerta del Sol? ¿Comerían alcayota en Palm Beach? ¿Y los amigos? ¿Y todo el pasado vivido aquí, para qué? Porque quedarse con esperanzas, no es estar inmovilizado. Entonces, Gala sentenció: «Yo no me voy a quedar quieta».

   Sin embargo, el presente ocupa ahora su cabeza y le aprieta con un puño el corazón. Él podría haberse refugiado en el pasado, eso sí que le pertenecía. Guardar en un cajón todo el amor a Gala, archivarlo como un legajo borroso entre miles de fotocopias. Tal vez así se pueda fabricar el olvido, pero no la pasión. Avanza el vendedor de tabletas de alcayota, no sabe que una vez que pase por La Paz y siga raudamente entre las penumbras de la autopista; un clavo, sí, un minúsculo clavo enterrará su único colmillo para decir: «Cuidado, amigo. No tan rápido».

   No obstante, nadie duda de que pinchar una goma en medio de la ruta no será un obstáculo grave para Juan Orlando Salicio. Lo que sí resultó grave fue contener a su Galatea. Pasaba de la euforia al llanto para adentrarse luego en largos silencios. El escape abierto de la Torino daba la sensación de un ronquido permanente. A veces, yo estaba por cerrar los ojos, pero un grito de Gala me hacía sostener otra vez el volante con firmeza. En un momento me decidí y hablé. No sé bien qué es lo que dije. Le hablé de lo que conozco: recipientes enormes que se abren para ser repartidos en partes iguales entre otros más pequeños. Que a veces no alcanza para todos la misma cantidad o se derraman. «Te agradezco, Santi, pero dejá de decir pavadas». Llegamos a la medianoche. La miré a Gala de costado y le pregunté: «¿Ya sabés lo que vas a hacer?». Apuntó sus ojos para el Arco. Más allá solo se veía oscuridad. Ya no le quedaban rastros de lágrimas. «Sé lo que voy a hacer, pero ahora estoy muy cansada», dijo. Después no habló más y se durmió. Los verdaderos amigos saben guardar silencio, como también saben atesorar una historia en la garganta.

   El Ami 8 llega al Desaguadero. Desde lejos se adivina la punta del Arco que abre sus puertas invisibles para todos los que se quieran ir de la provincia. Desde el oeste no llega casi la luz del sol, pero otras luces, hacia el este, provocan tajos en el cielo. Una tormenta se aproxima. «¿Esa no es Gala?», dice Juano y aprieta los frenos. Gala hace el gesto de correr hacia él y al mismo tiempo se detiene. Un abrazo contenido hace siglos les pesa en el cuerpo a los dos. Finalmente se abrazan y caen costrones de viejas heridas. Las corazas, al menos, estarán más delgadas para poder hablar.

   Suben al mismo tiempo al Ami. Atraviesan el Arco y bajan al río. Allí las barrancas son profundas, así que Juano maniobra con cuidado. Todavía no puede creer que el perfil de Gala se recorte junto a él. Encima esos rulos que le caen sobre el hombro izquierdo parecen rojos signos de pregunta anudados. Está oscuro adentro de la cabina del auto, por eso las palabras de dolor, las frases cortantes irán y volverán para construir con chispas un puente levadizo que se cae y se levanta.

  —En estos días que te anduve buscando —dice Juano— he cambiado mucho. Pero no de la forma en que vos querías.
  —Ya no sé cómo es que deseaba que fueras —responde Gala—. Ni me importa.

    Hace rato que la noche ha avanzado sobre El Desaguadero y se ha tragado lo último que le quedaba de amarillo al Ami. Adentro, las voces van y vienen, raspan contra la negrura y se les borra la identidad. Quién dice primero «perdón», quién «te amo».

   —He cambiado. Sin embargo descubrí que todo el amor que siento por vos no para de crecer.
    —Creo que estoy embarazada. Me fui porque tenía miedo. Miedo a lo que nos podía pasar aquí —respira hondo como si fueran puntos suspensivos— a los tres.

   Entonces, Gala abre la cartera y saca una especie de estuche. Juano prende la pobre luz de adentro. Cuando los ojos se le acomodan a la penumbra observa cómo ella sostiene temblando un test de embarazo.

   Gala vuelve de unas matas, encuentra la luz tenue del auto y se sube. Tiene el test entre las manos y se lo pasa a Juano. El vendedor lo mira sin entender nada. Todavía hay que esperar unos minutos. Todo está callado y oscuro. El Ami 8 es una vela en el desierto a punto de apagarse ante la primera brisa. 
    
   —Es positivo.

    El amarillo del auto se enciende y explota. Un grito se hace sentir en el centro mismo de la noche. En realidad, Juano ha prendido las luces delanteras y se ha puesto a tocar bocina como loco. Gala lo abraza y lo besa entre risas para que se calle de una vez. Ahora el Ami 8, de amarillo pasa a rojo, de rojo a violeta, de violeta a fucsia; tanto que parece una brasa ardiente. Tendrá que llover toda la noche para que pueda apagarse.

   Al otro día, Gala despierta a Juano. Tiene una boleta de quiniela, la oficial. Le cuenta que mientras lo esperaba en el Arco entró a una agencia y apostó todo lo que tenía al 8, el incendio.

    —¿Qué hacés si le pegamos?
    —Me como todas las tabletas de alcayota del mundo.


FIN




 HERNÁN SCHILLAGI

San Martín, entre Los Portones y el Arco.

Enero de 2006 - Febrero de 2013



Soundtrack: Te llevo para que me lleves, de Gustavo Cerati.

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domingo, 10 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo novena entrega








Décimo novena entrega:

   Todo suelto

   Otra vez sin pantalones a la orilla del camino. El vendedor de tabletas busca en el bolso el jean que le cubra sus partes pudendas. Tampoco se trata de presentarse ante el mecánico Núñez para cumplir su promesa con todo al aire, suelto. Mientras revisa en el bolso se da cuenta de que las tabletas lo han acompañado en todo el viaje. Horribles como siempre, pero fieles. Camina y ve las plantaciones de duraznos, ciruelas y damascos. Habiendo tantas frutas para hacer dulce en Mendoza vienen justo a chantarle alcayota a las tabletas. Juano se cuelga del alambrado y corta una media docena de damascos para lo último del recorrido.

   Cuando está por llegar al pueblo, la calle principal está toda amarilla, pero no de hojas secas; sino de damascos desparramados a lo largo de 50 metros. «Habrá volcado algún camión», supone Juano. Se guarda los carozos en el bolsillo, aprieta el paso y se encuentra con un grupo de productores que han tirado parte de la cosecha. «No vale nada la fruta», escucha que protestan. Pregunta por Núñez, sin embargo nadie lo conoce. Mecánicos hay muchos en la zona, ninguno con ese apellido. Juano siente que la última posibilidad de terminar su viaje, de cumplir con su promesa se le esfuma. ¿Habrá escuchado bien la tía Ricura?

   —¿Es que no existe nadie con ese apellido en La Dormida?
   —Puede ser. Pero aquí todos nos conocemos por el apodo. ¿Cómo le dicen a ese tal Núñez?

   Juano tiene ganas de tirarse sobre los damascos. Siente que su cuerpo está todo suelto, que los brazos y las piernas se le desprenden. Solo la cabeza —golpeada y magullada— le queda adherida para hacerle recordar para qué ha transitado más de 100 kilómetros.

   —Al menos dígame, por favor, qué mecánicos tengo por aquí cerca.
   —A la vuelta hay dos: el Minuto y el Carlino.
   —Gracias, jefe —responde Juano y agrega—. Disculpe, ¿cómo se llama Usted?
  —Pregunte por Quiroga, mi amigo, que me encontrará seguro —dice mientras le guiña un ojo.

   El primer mecánico es el llamado «Minuto». Cuando pregunta por él en un quiosco le explican que el mote le viene por el apuro con que arregla los coches y lo poco que duran en funcionamiento. Juano espera no encontrar allí el Ami. Cuando llega, el taller está cerrado. Un cartel cuelga irónico en el portón: «Vuelvo en un minuto».

   Juano sigue por la misma vereda. Nada. Ningún galpón ni mucho menos autos con el capó levantado. Enfrente hay dos niños de unos 7 años. Están sentados en el piso sin moverse ni mirarse. Como si hubieran peleado hace dos segundos. Juano se da cuenta de que preguntarles algo es inútil. Ofrecerles una tableta, suicida. Se acerca y saca los carozos del bolsillo. 
   —¿Saben jugar a la pallana? —pregunta Juano mientras hace aparecer su mejor sonrisa de vendedor ambulante.
   —Yo no, pero el Muni sí —responde uno y se cruza de brazos—. Aunque es un tramposo.
   —Mentira —grita el otro.
   —¿Juegan, entonces?
   —Si el Carlino quiere —dice el Muni—, yo le enseño.

   Ser viajante tiene su encanto. Caras nuevas y fugaces. Un mate de parado, una tortita de apuro. Uno pasa siempre a toda velocidad para entregar el pedido, aunque hay que disimular ante los clientes: «Pase Usted, señora, yo puedo esperar». Todo con una sonrisa, por dentro se agita la procesión. Pero vender productos «Todo suelto» es más que una estrategia de dudoso marketing, es una forma de vida. La vecina que te compra a la mañana un cuartito de jabón en polvo, medio litro de lavandina a la tarde y 300 gramos de alimento para el perro a la noche es porque vive al día. Abastecerse se le hace imposible. El futuro se le vuelve impensable. ¿Qué pasa si se le llueve la ropa tendida y el negocio cerró? ¿Aguantará el Boby desde el sábado al lunes sin comerse algún gato? ¿Y si se come justamente la ropa colgada? Eso, vivir como el perro, que no sabe lo que le espera al otro día. Como yo. Una tarde volví de la facultad cargado de libros, me enteré que a mi viejo lo habían echado del Banco y a la mañana siguiente estábamos vendiendo leña en un Rastrojero con mi tío. Es así, siempre me distraigo y me olvido de las cosas, mi historia no es la que aquí importa.


    Entonces, Juano da un salto al escuchar el apodo «Carlino». A cambio de cinco carozos para jugar a la pallana, los niños lo conducen por un pasillo oculto tras unas enredaderas hasta el taller de «Carlino padre», el mecánico. El vendedor de tabletas tiembla mientras camina. No sabe cuánto le va a cobrar y, lo que es peor, desconoce si el Ami 8 está completamente arreglado. Todas dudas que disimulan la emoción de ver de nuevo esas cuatro latas amarillas. Dudas, para ocultar la presión de concluir un viaje hacia lo desconocido. Juano mete la mano al bolsillo, toca el llavero y desea que las estrellas del escudo de Boca puedan alinearse a su favor. Cuando entra al taller, justo la tarde está empezando a declinar. Las primeras luces crepusculares le descubren a Juano una banana gigante, después una máquina de tren y, por último, un sol latoso. Hasta que, por fin, el Ami 8 se presenta con su forma primigenia ante los ojos del vendedor.

   —Mirá, flaco —dice el mecánico—, ahora tenés que tirarle el cebador, pisar el acelerador a fondo y darle arranque como loco.
   —¿Cuánto le debo?
  —¿Qué me debe la Ricura, mejor dicho? —aclara Carlino sonriendo—. Me prometió unos pastelitos de membrillo si te dejaba el auto hecho una seda —y agrega—. Pagame solo los repuestos y la nafta, pibe. Dale arranque así escuchás cómo anda.

   Juano se encuentra en el cruce que lo lleva a la autopista. Sabe que en algo más de una hora puede estar en el Arco. También, que puede girar el volante hacia el oeste y volverse hasta su departamento a la espera de que empiece la temporada en la fábrica. Es que la promesa, una vez cumplida, la siente incompleta. El auto, ahora, parece un gusano loco de parque de diversiones. Vueltas y vueltas. Pero el gusano amarillo se libera de las vías que lo sujetan y lo enloquecen; así las ruedas del Ami doblan hacia la derecha, al este, al Arco del Desaguadero.

    Hasta ahora he narrado esta historia como un típico repartidor de «Todo suelto»: por entregas mínimas, en presente y sin saber qué iba a suceder más adelante. Como me olvido de lo que me cuentan y me distraigo con la primera nube que pasa, confieso que he agregado un poco y fantaseado más. Aunque la imaginación la busco siempre en las películas de los sábados y los libros que alguna vez leí para la facultad. También en algunas telenovelas latinoamericanas, por qué no. Eso sí, en pequeñas dosis sueltas que, bien disimuladas, pareciera que todo se me ha ocurrido a mí. Secretos de un buen vendedor. Sin embargo, lo que sí importa es que quise convencer a Gala de volver, de buscar a Juano por el camino, de hablar para solucionar los problemas. Un amigo no hubiera hecho otra cosa diferente. Pero a Gala se le encendió más la melena adentro de la Torino y me pidió —me exigió— que la llevara hasta El Desaguadero. Todavía necesitaba de un día más para pensar qué es lo que ella iba a hacer y decir. Si hablaba en ese momento podía ser un desastre. Guardar para mañana a veces, solo a veces,  puede ser beneficioso.


HERNÁN SCHILLAGI

Soundtrack: A cualquier precio, por Valeria Lynch.



 

viernes, 8 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo octava entrada





Décimo octava entrega: 

El Triángulo de Las Catitas


Un sánguche de milanesa a la orilla del camino. Sentado sobre una piedra, Juano come, toma agua de una botella y el sol de la siesta martilla en el yunque de su cabeza: «Gala, Gala». Los ojos se le cierran por la modorra. «¿Con quién te fuiste?». Unos frenos de aire resoplan junto a sus pies. La sombra de un Scania le trae alivio a su cuerpo y a sus lamentos. «Sí, voy para La Dormida a buscar el acoplado con la carga. Te llevo», le dice el camionero.


Juano ocupa el lado del acompañante y enseguida se siente que va en el legendario camión rojo de B.J. Mackey, el de la serie ochentera. ¿Será que siempre ha hecho el papel de mono en esta historia? Por eso saca del bolso el otro sánguche, se lo convida al camionero y se convierte en humano. La charla con B.J. no permite que la memoria de Juano comience a dar saltos y lo distraiga. En realidad, el camionero lo había llevado para que le cebara unos mates y porque necesitaba estar acompañado en estas horas donde solo andan las lagartijas.

—Es por el «Triángulo de Las Catitas» —dice por lo bajo el que maneja.
—¿Qué triángulo?


Entonces, B.J. le cuenta que, desde hace un par de años, en esta zona no se puede viajar tranquilo. Desaparecen los camiones con carga y todo, como los barcos en el Triángulo de Las Bermudas.

—¿Cómo que «desaparecen»? —pregunta Juano.
—Bueno, digamos que son los piratas del asfalto que cerca del cruce arramblan con todo lo que pasa —pone un cambio y sigue—. A veces secuestran al camionero y se lo llevan por tres o cuatro horas para asaltar los caminos. Ni la ropa le dejan a los rehenes.
—Otra vez no —se le escapa a Juano.

Así, el episodio del casamiento en Beltrán vuelve a desplegarse en la cabina del Scania como un mapa rutero. Mapa que Juano sigue con el dedo mientras habla, pero la uña se le va llenando de tierra, piedras y engaños. Cuando termina, los tajos en su mano forman otra hoja de ruta más íntima e inaccesible.

—¿Y a este qué le pasa? —grita el camionero mientras mira por el espejo retrovisor.

Un Duna plateado con babero y yodines se acerca a gran velocidad. Hace cambio de luces y toca bocina como si quisiera pasar al camión. No hay más nadie en la ruta, ni siquiera nubes en el cielo. B.J. aprieta el acelerador y no suelta la mano de la palanca de cambios.

—Me parece que son los piratas, flaquito.
—Y yo que estaba tan cerca del Ami 8.
—Si querés que nos salvemos —dice el camionero—, largá el mate, salí por la ventanilla de mi lado y te vas para atrás. Allí, entre unas lonas atadas, tengo la escopeta. Así nunca me la agarra la policía.

Juano saca la cabeza. El viento le golpea los ojos y, medio cegado, se cuelga del espejo. Hace equilibrio como puede hasta una escalerita que va al techo. Trepa solo dos escalones y el mono de B.J. llega hasta las lonas envueltas con cuerdas. No quiere mirar para atrás, sabe que el Duna lo sigue, porque los bocinazos no han dejado de sonar. «¿Dónde estará la escopeta?», y mete el brazo entre los rollos, pero nada. «¿Cómo se disparará una escopeta?», piensa y algo en su interior se está gestando. Siente que todos sus órganos están siendo presionados, como si un globo le creciera por dentro. Más que un globo, su vejiga es la que está a punto de estallar. Los mates buscan un desagote. De pronto, el Duna hace silencio y se decide a pasar el camión. B.J. no duda y se mantiene a la par. No quiere que los piratas lo crucen y lo obliguen a frenar de golpe. Juano sigue sin encontrar el arma. Un sudor frío le empieza a correr por el cuerpo hasta clavarse en el centro. Una curva aparece. El Duna y el Scania no se sacan ventaja, doblan sin disminuir la velocidad. Juano, con una mano se sujeta de las cuerdas; con la otra, se agarra entre las piernas. No aguanta más. Sin aviso, una camioneta Chevrolet sale de una finca, gira y se enfrenta con el camión y el auto que vienen a más de 120 kilómetros por hora. El Scania, el Duna y la Chevrolet, tres vértices de un triángulo mortal. Juano mira por el lado de la escalera y ve cómo la camioneta se va a estrellar contra alguno de los vehículos. Saltar es imposible. Encima estas ganas de mear que no lo dejan pensar con claridad. Busca por última vez entre los rollos y encuentra el arma. Apunta hacia el Duna, pero cuando está por disparar alcanza a ver por la ventanilla que adentro va una mujer embarazada. Levanta la escopeta al cielo y aprieta el gatillo. Es tanta la fuerza que hace que un calor húmedo le empieza a brotar desde el cierre del pantalón. Al sentir el disparo, el camionero frena y se tira a la banquina. Lo mismo hace el Duna hacia el costado opuesto. Por lo tanto, la Chevrolet pasa indemne por el medio de la ruta.

El camionero abre la puerta y baja corriendo. Las dos delanteras del Duna también se abren. Un poco golpeado, Juano está sobre las lonas y trata de taparse con la escopeta las piernas chorreadas. Entonces, uno de los piratas empieza a insultar a B.J. Pero esos insultos son amistosos, como un reproche cómplice. El camionero se acerca hasta donde está sentada la embarazada y la besa. Pronto sabrá Juano que la esposa de B.J. rompió bolsa, que un vecino salió a alcanzarlo, con la poca nafta que le quedaba, para que luego el camionero la lleve al hospital de San Martín.

Parten el camionero y los supuestos piratas, con un bebé más que nunca en camino. Juano ha quedado muy cerca de La Dormida, del Ami. Tiene que caminar apenas unos minutos para cumplir con su promesa: «No te voy a dejar ir otra vez». ¿Pero qué promesa lo tiene atado a Gala? Como si un tren lo atravesara y le estampara un 8 en el medio del pecho, Juano cree adivinar el porqué.

No obstante, los amigos —los de verdad, al menos— deben seguir y no distraerse. No quise ir a preguntarle a la madre de Juano si lo había visto o hablado con él. Como tampoco busqué a ningún otro pariente en San Martín, ya que imaginé que Giagnoni era la posibilidad más cierta donde encontrar a Gala. El mecánico Soto tenía la posta. Los rastros que dejaban Juano y Gala eran como huellas que se pisaban una a la otra. Después de la tormenta, fui hasta la casa de la tía, golpeé y salió Gala. No sé si era por la humedad, pero estaba más ruluda que nunca. El rojo del atardecer se le mezclaba con el de su pelo y casi me olvidé para qué había ido hasta allí. Como se me olvidó avisar, hasta este preciso momento, que soy yo el que cuenta esta historia. 


HERNÁN SCHILLAGI


Soundtrack: Sabemos que vuelvo pronto, de Celeste Carballo 



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martes, 5 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo séptima entrega





Décimo séptima entrega:



           

            Maní con chocolate

           

            La balsa hace puerto en Santa Rosa. Más allá, un sifón encauza el agua del canal y flotan botellas de plástico que, al mismo tiempo, chocan contra la viga de un puente. Entonces, Juano bracea hasta la orilla con el bolso sobre la cabeza. Otra vez se encuentra empapado, sin embargo, la precaución de la tía permite que, mientras se le va secando la ropa, no muestre a la comunidad su escueta figura al desnudo. Escondido detrás de un plátano se pone el pantalón de gabardina que le queda enorme y la camisa a rayas del finado tío Cacho. Oye desde lejos bocinazos y se asoma a la calle. De pronto cree que todo su viaje ha sido en vano, que no se ha movido ni cien metros de los Portones del Parque. Un carro vendimial enorme, acompañado por tres o cuatro autos, aparece en medio de la ruta con racimos de celofán que caen tristes hacia los costados, un sol de lata con todas sus luces apagadas y un cartel al fondo que dice infame «SANTA OSA». La pérdida de una de sus letras en el camino y el rápido regreso demuestran que la candidata del departamento no tuvo suerte en esta oportunidad.

             Juano destiende la ropa a toda velocidad y sale al cruce con los brazos en alto. El carro frena casi en la punta de su nariz y, con el impulso, todas las letras del cartel se vienen abajo. «¿Puedo ir con ustedes?», dispara el vendedor de tabletas. «Con gusto los ayudo a descargar las cosas del carro». El que maneja le dice que suba, que van para unos galpones de Las Catitas, pero que tenga cuidado con pisar los granos de uva y los melones que las reinas no alcanzaron a tirar hacia el público. Ese resto será el magro pago para el chofer. Juano se acomoda entre unas bolsas de arpillera que simulan ser surcos de un viñedo. Cuando puede, estira la mano y pellizca un grano de uva. Tiene la intención de hacer caer un melón para que no quede más remedio que «sacrificarlo». Esa dulzura partida no puede ser desaprovechada. Aunque lo dulce siempre trae una cara opuesta, o al menos, un último sabor amargo que no deja olvidar la realidad. Por eso, la prisa del carro hace que los recuerdos le lleguen a Juano siempre sin aviso, caprichosos y desordenados. Fija la mirada hacia las latas amarillas del sol y, como no puede ser de otro modo, el Ami 8 se hace presente sobre el carro como en medio de una pantalla gigante, más precisamente, la de un autocine.
           

            Quedaba cerca de la ruta. Uno de sus amigos, Santi tal vez, le había explicado a Juano que, un poco antes del puente de la autopista, se doblaba a la derecha por un camino de piedras y allí se encontraba el autocine. Juano con sus 9 años sabía distinguir sin problemas la izquierda de la derecha. Donde le pesaba el yeso había que desviarse. Santi también le contó, como toda una proeza, que se había escondido dentro del baúl del auto para no pagar la entrada. «Va a ser imposible en el Ami 8», pensó el niño Juano mientras miraba manejar a su padre. Sin embargo, la memoria da giros imprevistos y busca en otros cajones desvencijados. Como cuando el padre tuvo que desprenderse de su primer auto, un Fiat 600 verde botella. «El fitito ya nos queda ajustado con los nenes», le había dicho a su esposa. Era verdad, pero cómo reemplazarlo. Cargó a sus hijos y se fue para las agencias que estaban en la avenida de las palmeras. Nada los convencía hasta que un Citroën Ami 8, de un amarillo furioso, les atrajo la vista. Los tapizados flamantes, los asientos delanteros hacían una sola butaca como la de las camionetas, las ventanillas traseras se deslizaban de adelante hacia atrás y no de arriba hacia abajo. Pero lo mejor de todo era que en lugar del baúl, le continuaban las ventanas al estilo rural y adentro podía rebatirse el asiento y hacerlo cama. «Aunque para esconderse y no pagar entrada en el autocine no sirve, se ve todo», se lamentaba Juano mientras su padre ya doblaba hacia la derecha y tomaba el camino de ripio.

            —¡Che, flaco! ¿Qué hacés con ese melón? —el chofer le grita.

            —Quería saber si eran de goma espuma —responde Juano con una cara, al mismo, de escenógrafo y de inspector de bromatología.

            —Pibe, ¿te creés que sos una reina para andar revoleando melones? —el chofer detiene el carro y levanta la mano con el índice en alto—. Te bajás ya de acá, huevón.
          

            Así, Juano mira cómo el carro se aleja con sus racimos reales y los de fantasía. Antes de doblar por la esquina ve que el sol de lata sigue allí para proyectar rayos de una historia en fotogramas. Otra vez el autocine. Aunque el recuerdo sucede ahora, sin saltos atrás, en presente: 
                                                 


            La parte trasera de la enorme pantalla se observa desde la entrada, la suspensión del Ami los hace rebotar contra el techo al atravesar las lomitas de la playa del autocine. Juano no puede dejar de reírse por los sacudones. Mientras el padre busca en la radio la señal de audio de la película, la madre saca unos tuppers con los sánguches de milanesa y el jugo diluido de naranja. El hermano corre hasta el quiosco y vuelve con un par de cajas de confites y maní con chocolate. Son dos las películas que ponen esta noche. Primero la vieja, una de Carlitos Balá; y el estreno, una película yanqui de título largo. En la primera, el personaje de Balá lleva una mochila en la espalda. Extrañamente le sale una hélice por sobre su cabeza y, cada vez que se ve en problemas, hace accionar el motor con una cuerda para escapar por los aires. Gracias a los reflejos de las luces de la pantalla, Juano puede ver la cara de ensoñación de su hermano, a quien siempre le gustaba desarmar los triciclos y los juguetes para fabricar las piezas necesarias buscando la «máquina de volar», como él la llamaba. Cuántas veces había convencido a Juano de que lo dejara descomponer sus autitos o aquella lancha del hombre araña para sacarle la bobina. «Cuando esté tocando la punta del pino me vas a dar la razón», le decía. En la otra película, unos hermanos son abandonados por sus padres y luego los dan clandestinamente en adopción, pero a familias diferentes. Entonces, la historia se centra en la búsqueda de los hermanitos entre sí por todo los Estados Unidos. Ahora es el rostro de Juano el que se configura por los rayos de la pantalla. En él se trazan esas carreteras desoladas en medio del desierto, esos pueblos con casas de madera y jardines con cercas blancas, esos restoranes revestidos de machimbre por dentro. Hasta que hacia el final, el destello que despide el abrazo entre los hermanos perdidos le termina de dibujar a Juano los ojos. Entonces con ellos puede ver a los de su padre lagrimear. Porque es así, su padre no es el que llora, solo sus ojos dejan caer lágrimas. Lo mismo le pasa al señor del 504 celeste y al matrimonio de la cupé Taunus. Juano quiere explicárselo, pero no puede. Él quiere explicarse cómo la madre se atreve a apoyar su cabeza en el hombro del padre. Los gritos  del Cerro de la Gloria todavía laten en sus oídos. Él quiere preguntar por qué de repente un silencio comenzó a empañar los vidrios del Ami, que ni siquiera corriendo las ventanillas podría disiparse. Cuando después el Ami sube el puente de la casa, Juano se despierta creyendo que lo que lo hace rebotar es una de las lomas del autocine. Todavía le queda en el paladar un resabio entre dulce y amargo de la mezcla entre los confites y el maní con chocolate. Puede que las películas hayan provocado lo mismo en el resto de las bocas de la familia. Nadie habla. Todos se llevan lo agridulce de sus pensamientos para la cama. A los pocos días, un viñatero de Rivadavia compró el Ami 8.

¿Cómo volver de un pasado que se empecina en correr paralelamente a la actualidad y atravesarla al menor descuido? «Para La Dormida», se dice Juano, cuelga el bolso en el hombro y empieza a caminar hacia adelante, como si sus pies en movimiento fueran la única manera posible de responder.

Pero un verdadero amigo, ya lo he dicho, no puede conformarse con hacer lo justo y necesario. Tiene que ir más allá, arriesgarse. Entrar con la Torino por las cortaderas, hablar con las mujeres flamencos, con mecánicos engrasados, atravesar el río, las vías, las carpas gitanas, refugiarse del granizo y seguir. ¿Hacia dónde? Esa es la pregunta que nadie puede responder. Sin embargo, buscar podría ser el desvío de una pregunta. 


HERNÁN SCHILLAGI

 Soundtrack: Parte del aire, de Fito Páez.




 

domingo, 3 de febrero de 2013

De los Portones al Arco, Décimo sexta entrega





Décimo sexta entrega:



           

                

                  A naufragar

           

            Juano ha pasado una noche de domingo agitada, pero bajo techo. La tía Ricura lo convenció para que se metiera a la ducha y tratara luego de dormir un poco. A la mañana, abre los ojos hacia la claridad del lunes y da un salto sobre la cama: «El último día», dice en un grito. Cuando termina de vestirse, levanta su bolso y lo nota más pesado.  La tía, casi a punto de arrepentirse, a cambio de un par de tabletas de alcayota ha puesto unos sánguches de milanesa, tres duraznos pelones, una camisa del tío Cacho —que en paz descanse— y un pantalón de gabardina de procedencia desconocida. Escondido en uno de los bolsillos más pequeños,  hay un rollito con unos billetes.



            —¿Para qué me da esta plata, tía? —pregunta Juano.

            —Te tenía una sorpresa para cuando te levantaras —y estira la mano de la que cuelga un llavero de Boca—. Tomá, las llaves del Ami 8.

            —¿Cómo? ¿Qué me está diciendo?

            —Menos mal que la sorda soy yo, nene.



            En el umbral de la puerta, la tía Ricura le explica que el auto no andaba bien y que lo había llevado tirando un vecino con un tractor hasta La Dormida. Allí lo iba a arreglar Núñez, un mecánico de confianza de la familia. Gala no se fue con el del tractor, porque justo había venido ese hombre que ni entró a la casa para saludar. Juano agarra las llaves con fuerza y besa el escudo azul y oro. Nunca le trajo mucha suerte, aunque la superstición es quizá una forma extraña del amor.



            Juano entra en la mañana como si atravesara una esponja. Camina bajo los eucaliptos, pero la sombra no alcanza para aliviar la pastosa humedad que dejó la lluvia del día anterior. Piensa que Gala está cada vez más lejos y que el Ami se acerca. ¿Quién será el otro? ¿Tendrá sentido llegar hasta el Arco? De pronto escucha unos gritos alegres cerca del canal. Apura el paso y ve a tres chicos que se han subido a uno de los árboles más altos y se tiran de cabeza al agua. Mientras Juano se acerca, uno de los «bañistas» sale del canal, corre hasta una cuneta y trae un gomón enorme que le rodea la cintura. Da un salto rasante hacia el agua y se desliza a gran velocidad. Juano queda asombrado. Un grito lo devuelve a la realidad:



            —¿Qué mirás, huevón? —dice uno.

            —¿Sos o te hacés? —pregunta otro y se zambulle haciendo una bombita que salpica las zapatillas de Juano.

            —No se preocupen —dice el vendedor de tabletas—. Miraba porque no me podía decidir cuál de los tres se tira mejor del árbol.



            Inmediatamente, los chicos empiezan a dar saltos y a levantar los brazos. «Miren que hay un premio», les insinúa Juano y palmea su bolso. Uno de los chicos apoya el gomón-balsa en el tronco de un aguaribay y empieza a trepar por las ramas. Los otros dos lo siguen hasta la copa.



            —A la cuenta de tres se tiran —Juano toma aire y abre la boca—. A la una, a las dos y a las—. Entonces, en un solo movimiento, agarra el gomón y corre hasta la orilla del canal para arrojarse de panza con todas sus fuerzas.

            —¿Qué hacés, loco? —pregunta uno de los pibes.

            —No tengo tiempo de explicarles, pero gracias.

            —¿Y el premio, che? —dice otro a punto de largarse de cabeza.

            —Ahí va —Juano abre el bolso y tira una bandeja con seis tabletas a la orilla.



            Los pibes se arrojan al canal y buscan el paquete con desesperación. Juano se deja llevar por la corriente de agua, cierra tranquilo los ojos, porque sabe que en menos de una hora estará en Santa Rosa. Una lluvia de piedras casi lo hace caer. «¿Otra vez granizo?», piensa. Hasta que una piedra del tamaño de un puño le da en el hombro.



            —Devolvenos la balsa —grita uno mientras corre y agrega furioso—. Cómo nos vas a premiar con tabletas de alcayota, cabrón.



            El pibe apunta con una piedra, la tira y roza la cabeza del vendedor ambulante. Entonces, la balsa toma un rápido, baja por una pequeña cascada y  empieza a dar vueltas como las ideas de Juano. Así pasan los carros luminosos, los racimos voladores, las reinas, los Portones del Parque, los cosechadores burlones, la Chevy, las travestis con sus medias, la Aurorita desinflada, los gitanos, las alpargatas embarradas, el Ami 8 y Gala. Siempre Gala y su melena de fuego aparecen justo cuando Juano está a punto de naufragar.



            Sin embargo, un verdadero amigo no deja tirado al otro en el medio de la ruta. Un amigo que merezca llevar esa palabra en la frente y pueda sostenerle la mirada a los demás, vuelve en el camión remolque, busca a un mecánico —también amigo— le pide fiado para que le arregle el auto justo un sábado, sale a cobrarle a los clientes más morosos, llena el tanque de nafta aunque tenga que entregar hasta las uñas, apunta la trompa del auto hacia el Arco del Desaguadero y aprieta el acelerador como si quisiera dejar una huella caliente e imborrable en el asfalto.
             



HERNÁN SCHILLAGI


Soundtrack: La barca, por Lucho Gatica.