Vigésima entrega:
El Desaguadero
Esta noche, como otra anterior, promete ser luminosa para Juano. Aunque todavía faltan un par de horas para que oscurezca y el plazo dado por Gala se cumpla finalmente. Juano conduce con las dos manos apretadas contra el volante. El Ami corre como si la carpeta asfáltica estuviera untada de jabón. Tanto calor y humedad han hecho que en el cielo comiencen a acumularse nubes. Hay electricidad en el aire, roces de una atmósfera inestable. Los carteles y los postes pasan fugaces. Juano recuerda que, cuando su familia iba para San Luis, con el hermano jugaban a ver quién descubría más nidos de hornero sobre los postes. Esas casitas de barro construidas contra el frío y la lluvia por un simple pájaro eran magnéticas para sus ojos. ¿A qué jugar, entonces, cuando a tu casa le han arrancado el techo?
Juano no puede dejar de recordar. Siempre le pasa lo mismo cuando está en movimiento. Una última foto, por lo tanto, se revela en su cabeza y comienza a tomar movimiento y voz; porque, sí, ese viernes pasado, mientras Juano esperaba a que la vecina terminara de hacerle el glaseado a las tabletas, Gala concluyó de darle forma a una idea, a un proyecto. Quizás también a una huida: «Nos tenemos que ir de aquí, no da para más», dijo y las palabras le salían como agujas inyectables. Los días que faltaban para hacer la temporada en la fábrica eran muchos, la amenaza de cierre, además, parecía inminente, como también la caída de este país hacia un precipicio sin fondo. «A España, a Miami, a donde sea, Juano». Pero el vendedor ambulante no respondía, pensaba que con las tabletas podían ir tirando, que la fábrica tal vez se reactivaba y quedaba efectivo. ¿Qué iba a ser con el Ami 8 en la Puerta del Sol? ¿Comerían alcayota en Palm Beach? ¿Y los amigos? ¿Y todo el pasado vivido aquí, para qué? Porque quedarse con esperanzas, no es estar inmovilizado. Entonces, Gala sentenció: «Yo no me voy a quedar quieta».
Sin embargo, el presente ocupa ahora su cabeza y le aprieta con un puño el corazón. Él podría haberse refugiado en el pasado, eso sí que le pertenecía. Guardar en un cajón todo el amor a Gala, archivarlo como un legajo borroso entre miles de fotocopias. Tal vez así se pueda fabricar el olvido, pero no la pasión. Avanza el vendedor de tabletas de alcayota, no sabe que una vez que pase por La Paz y siga raudamente entre las penumbras de la autopista; un clavo, sí, un minúsculo clavo enterrará su único colmillo para decir: «Cuidado, amigo. No tan rápido».
Esta noche, como otra anterior, promete ser luminosa para Juano. Aunque todavía faltan un par de horas para que oscurezca y el plazo dado por Gala se cumpla finalmente. Juano conduce con las dos manos apretadas contra el volante. El Ami corre como si la carpeta asfáltica estuviera untada de jabón. Tanto calor y humedad han hecho que en el cielo comiencen a acumularse nubes. Hay electricidad en el aire, roces de una atmósfera inestable. Los carteles y los postes pasan fugaces. Juano recuerda que, cuando su familia iba para San Luis, con el hermano jugaban a ver quién descubría más nidos de hornero sobre los postes. Esas casitas de barro construidas contra el frío y la lluvia por un simple pájaro eran magnéticas para sus ojos. ¿A qué jugar, entonces, cuando a tu casa le han arrancado el techo?
Juano no puede dejar de recordar. Siempre le pasa lo mismo cuando está en movimiento. Una última foto, por lo tanto, se revela en su cabeza y comienza a tomar movimiento y voz; porque, sí, ese viernes pasado, mientras Juano esperaba a que la vecina terminara de hacerle el glaseado a las tabletas, Gala concluyó de darle forma a una idea, a un proyecto. Quizás también a una huida: «Nos tenemos que ir de aquí, no da para más», dijo y las palabras le salían como agujas inyectables. Los días que faltaban para hacer la temporada en la fábrica eran muchos, la amenaza de cierre, además, parecía inminente, como también la caída de este país hacia un precipicio sin fondo. «A España, a Miami, a donde sea, Juano». Pero el vendedor ambulante no respondía, pensaba que con las tabletas podían ir tirando, que la fábrica tal vez se reactivaba y quedaba efectivo. ¿Qué iba a ser con el Ami 8 en la Puerta del Sol? ¿Comerían alcayota en Palm Beach? ¿Y los amigos? ¿Y todo el pasado vivido aquí, para qué? Porque quedarse con esperanzas, no es estar inmovilizado. Entonces, Gala sentenció: «Yo no me voy a quedar quieta».
Sin embargo, el presente ocupa ahora su cabeza y le aprieta con un puño el corazón. Él podría haberse refugiado en el pasado, eso sí que le pertenecía. Guardar en un cajón todo el amor a Gala, archivarlo como un legajo borroso entre miles de fotocopias. Tal vez así se pueda fabricar el olvido, pero no la pasión. Avanza el vendedor de tabletas de alcayota, no sabe que una vez que pase por La Paz y siga raudamente entre las penumbras de la autopista; un clavo, sí, un minúsculo clavo enterrará su único colmillo para decir: «Cuidado, amigo. No tan rápido».
No obstante, nadie duda de que pinchar una goma en medio de la ruta no será un obstáculo grave para Juan Orlando Salicio. Lo que sí resultó grave fue contener a su Galatea. Pasaba de la euforia al llanto para adentrarse luego en largos silencios. El escape abierto de la Torino daba la sensación de un ronquido permanente. A veces, yo estaba por cerrar los ojos, pero un grito de Gala me hacía sostener otra vez el volante con firmeza. En un momento me decidí y hablé. No sé bien qué es lo que dije. Le hablé de lo que conozco: recipientes enormes que se abren para ser repartidos en partes iguales entre otros más pequeños. Que a veces no alcanza para todos la misma cantidad o se derraman. «Te agradezco, Santi, pero dejá de decir pavadas». Llegamos a la medianoche. La miré a Gala de costado y le pregunté: «¿Ya sabés lo que vas a hacer?». Apuntó sus ojos para el Arco. Más allá solo se veía oscuridad. Ya no le quedaban rastros de lágrimas. «Sé lo que voy a hacer, pero ahora estoy muy cansada», dijo. Después no habló más y se durmió. Los verdaderos amigos saben guardar silencio, como también saben atesorar una historia en la garganta.
El Ami 8 llega al Desaguadero. Desde lejos se adivina la punta del Arco que abre sus puertas invisibles para todos los que se quieran ir de la provincia. Desde el oeste no llega casi la luz del sol, pero otras luces, hacia el este, provocan tajos en el cielo. Una tormenta se aproxima. «¿Esa no es Gala?», dice Juano y aprieta los frenos. Gala hace el gesto de correr hacia él y al mismo tiempo se detiene. Un abrazo contenido hace siglos les pesa en el cuerpo a los dos. Finalmente se abrazan y caen costrones de viejas heridas. Las corazas, al menos, estarán más delgadas para poder hablar.
Suben al mismo tiempo al Ami. Atraviesan el Arco y bajan al río. Allí las barrancas son profundas, así que Juano maniobra con cuidado. Todavía no puede creer que el perfil de Gala se recorte junto a él. Encima esos rulos que le caen sobre el hombro izquierdo parecen rojos signos de pregunta anudados. Está oscuro adentro de la cabina del auto, por eso las palabras de dolor, las frases cortantes irán y volverán para construir con chispas un puente levadizo que se cae y se levanta.
—En estos días que te anduve buscando —dice Juano— he cambiado mucho. Pero no de la forma en que vos querías.
—Ya no sé cómo es que deseaba que fueras —responde Gala—. Ni me importa.
Hace rato que la noche ha avanzado sobre El Desaguadero y se ha tragado lo último que le quedaba de amarillo al Ami. Adentro, las voces van y vienen, raspan contra la negrura y se les borra la identidad. Quién dice primero «perdón», quién «te amo».
—He cambiado. Sin embargo descubrí que todo el amor que siento por vos no para de crecer.
—Creo que estoy embarazada. Me fui porque tenía miedo. Miedo a lo que nos podía pasar aquí —respira hondo como si fueran puntos suspensivos— a los tres.
Entonces, Gala abre la cartera y saca una especie de estuche. Juano prende la pobre luz de adentro. Cuando los ojos se le acomodan a la penumbra observa cómo ella sostiene temblando un test de embarazo.
Gala vuelve de unas matas, encuentra la luz tenue del auto y se sube. Tiene el test entre las manos y se lo pasa a Juano. El vendedor lo mira sin entender nada. Todavía hay que esperar unos minutos. Todo está callado y oscuro. El Ami 8 es una vela en el desierto a punto de apagarse ante la primera brisa.
—Es positivo.
El amarillo del auto se enciende y explota. Un grito se hace sentir en el centro mismo de la noche. En realidad, Juano ha prendido las luces delanteras y se ha puesto a tocar bocina como loco. Gala lo abraza y lo besa entre risas para que se calle de una vez. Ahora el Ami 8, de amarillo pasa a rojo, de rojo a violeta, de violeta a fucsia; tanto que parece una brasa ardiente. Tendrá que llover toda la noche para que pueda apagarse.
Al otro día, Gala despierta a Juano. Tiene una boleta de quiniela, la oficial. Le cuenta que mientras lo esperaba en el Arco entró a una agencia y apostó todo lo que tenía al 8, el incendio.
—¿Qué hacés si le pegamos?
—Me como todas las tabletas de alcayota del mundo.
FIN
HERNÁN SCHILLAGI
San
Martín, entre Los Portones y el Arco.
Enero
de 2006 - Febrero de 2013
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