viernes, 29 de junio de 2012

Puma en mi cabeza




        Cómo nace un lector de poesía



            El recuerdo me llega siempre como debe ser: sin aviso. Una vez que se completa en mi cabeza, la sensación es de una felicidad sin manchas. Es así: me encuentro a los cinco años de edad corriendo solo por el camping de los bancarios en Chacras de Coria. Sé que mis padres andan por ahí, pero no los veo. De pronto, llegan desde los altoparlantes las estrofas de una canción que provocan que disminuya el paso.

            «Dueño de ti
            dueño de qué...»

            Me detengo por completo, apunto las orejas con total interés y la potencia deforme de la voz del Puma Rodríguez me hace estremecer por la revelación.

            «Dueño del aire
            y del reflejo
            de la luna
            sobre el agua.

            Dueño de nada...»

            Entonces, al escuchar esas palabras, algo dentro de mí se modifica. Hay desasosiego y paz al mismo tiempo. Lo inasible y lo etéreo se aparecieron, sin comprenderlo, en forma de palabras. Fin del recuerdo.

            Una vez, alguien me dijo que la cursilería -como toda cualidad- no es esencia sino circunstancia. Más de un cuarto de siglo transcurrió para que yo viniese a comprender que, tal vez, ese fue el primer momento en que capturé la esquiva belleza de las palabras, para hacerla mía. Aunque solamente por un instante.

            Sin embargo, por la acequia de las afinidades electivas empezó a correr el agua de otras voces (y otros ámbitos). Cuando mi hermano mayor cumplió sus 15, un iluminado amigo le regaló el cassette de Parte de la religión, del genial/inefable/voluptuoso Charly García. Un hachazo en la cabeza nos hubiera ocasionado menos daños colaterales que oírle decir a su boca bicolor frases como «Tengo prejuicios que no puedo sacar/tengo un cuerpo que quiere amarte…», o eso de «Nos divertimos en primavera/y en invierno nos queremos morir…». Pero cuando todavía nos duraba la risa con el «Rap de las hormigas», una caja de música imposible comenzó sonar desde el fondo, luego un piano crudo y la batería que batía el parche como un corazón oscuro.

            «Adela en el carrousell
            y los espejos son sonrisas
            la sortija un aparato de amor…»

            Yo ya tenía la nebulosa edad de 11 años, donde no podía saber que esa extraña Adela estaba también abandonando la inocencia y que la suma de las metáforas impuras, con dos filosas elipsis (ahora lo analizo), abrían el juego grato de lo ambiguo, de aquello que pronuncia la realidad como un guante reversible. No obstante, el puente de la canción me susurró al oído un par de versos que me inquietaron.

            «Ten piedad, no seas así
            no le des patadas a los locos.
            Ten piedad no seas así,
            voy desvaneciendo sin tu amor…»

          Lo brutal y lo perverso expresados casi sin retórica, pero inaccesibles al entendimiento. A Borges le gustaba pensar que «Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía…». Para preguntarse inmediatamente: «¿a qué la diluimos en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos…»[1]. Por lo tanto, mi preadolescencia se dejaba golpear por lo poético y lo disfrutaba, además, en todo el cuerpo. Porque en esa época, la lírica me llegaba fragmentariamente como el rocío helado toca luego de que una ola se ha roto. Pero no había caso, quería entender, ir más allá. Dar el salto y sumergirme en el mar. Charly, en tanto, seguía haciéndome hermosas zancadillas.

            «La luna empieza a llorar
            y cuando todo es tan plateado
            hay colores que no pueden entrar...»

            Finalmente, el tiempo hizo su trabajo y descendí por el sótano de la poesía, conté los consabidos escalones y miré por su modesto «aleph». Entonces vi a otros animales de la mente: vi a Spinetta, a Fito, a Mateos, a Moura, a Cerati, a Bochatón y, más allá, vi a Sabina. Vi, también, a los malditos y surrealistas franceses; vi a Garcilaso, a Lope, a Quevedo, a Bécquer, a Machado y a los del ’27. Vi a Darío, a Vallejo y a Paz;  como así también a Whitman y a Eliot y a Pound. Vi a Girondo, a Marechal, a Juarroz, a Orozco. Vi a Borges mirándolos sin ver. Vi a Pizarnik, a Giannuzzi, a Sylvester y a Adúriz; como vi a Kamenszain, a Gandolfo, a Bignozzi, a Casas y a Aulicino. Vi a los poetas de Mendoza: a Bufano, a Tudela, a Ramponi; como también a Lorenzo, a Tejada y a Levy; vi, más cercanos, a Silanes, a Valle, a Rodón, a Toledo y a Ballarini. Me vi a mí mismo plegando hoja por hoja un pequeño e interminable libro de arena.

            Por eso es que cuando salí otra vez a la calle, el universo me parecía conocido, pero así y todo continué sorprendiéndome. Porque leer poesía y dejarse atravesar físicamente por las palabras es como tener un puma en la cabeza, una feliz voracidad que se repite; sin embargo, nunca es igual. Aunque sigo siendo un niño que corre perdido, tropieza con las palabras y jamás las puede atrapar del todo. Sigo siendo, en fin, dueño de nada.



            HERNÁN SCHILLAGI






[1] Borges, Jorge Luis (1997), Obras Completas III, Barcelona, Emecé.

domingo, 24 de junio de 2012

Un tanka para el regreso





libro de pases


has vuelto    dije
y no hubo amanecer
en esa tarde
de brasas sin hogar
más oscuro y más diáfano



del libro La oscuridad de los ciruelos (inédito) 


HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 16 de junio de 2012

Un poema para el juego final





lengua y literatura


las niñas juegan a congelar un secreto
pero mientras pasa el tren de la siesta pasa la edad
las avispas rayan de eses el pizarrón
del silencio y no hay un sujeto que responda
simple a la pregunta «quién realiza la acción»

como si el hierro de las palabras cobrara
más peso en el aire un mensaje vuela
aferrado a una tuerca y cae en esa frontera
borrosa imposible y sin nombre entonces
ellas las niñas descubren qué va a suceder
cuál será la modificación indirecta
para el futuro casi perfecto que habían soñado

alguien promete un «hasta siempre» alguien
subraya con rojo el dolor y atraviesa las vías
para dejar atrás la infancia alguien más
se atreverá a decir como una impura
metáfora «vas a ver que mañana
se acaba el juego»


para julio cortázar



HERNÁN SCHILLAGI

miércoles, 6 de junio de 2012

La última cuenta regresiva




            Hace muchos años, cuando tenía nueve, pasaron en uno de los canales mendocinos una película que le restó varios meses a mi niñez. Era verano y estaba solo. Seguramente, mi familia había salido luego de la cena, como acostumbraban,  a tomar el fresco con sus sillas plegadizas bajo un cielo estrellado de provincia. No recuerdo nada, ni los actores ni el director y mucho menos el nombre de la peli. Sí, obvio, era de la factoría yanqui donde todo puede suceder por unos cuantos millones (probablemente haya sido la que protagonizó Rock Hudson). Pero hubo una escena que me sobrecogió el corazón. Era una pareja (él se veía bastante mayor que ella) que miraba en la oscuridad del firmamento un planeta verde azulado (yo pensé que ellos observaban desde la Luna), y de fondo se sentía un largo y amenazante conteo regresivo. Cuando la neutra voz dijo «Diez, nueve, ocho...», los dos se abrazaron fuertemente «...uno, cero.» El verde del planeta se convirtió en rojo y amarillo. Una explosión sorda refulgió en el cielo y cegó a todas las estrellas. La chica comenzó a llorar. Y no me acuerdo más.

            Tiempo después, como en el ‘89, llegó de manos de mi maestra de séptimo, uno de los capítulos de Crónicas marcianas de Ray Bradbury. El título rezaba: «Noviembre de 2005. Los observadores». El fragmento hablaba de unos pocos colonos que estaban hacía unos tres años en Marte y con sus sillas plegadizas salían a «observar» el espectáculo. Finalmente la Tierra, luego de una de sus tantas guerras, estallaba y ardía muda en el espacio. Los colonos seguían todo por radio y extendían inútilmente sus manos como para apagar el incendio. Lo último que se vio que atravesaba los millones de kilómetros entre un planeta y otro era la onda sonora que decía: «VUELVAN, VUELVAN.» Mi cabeza preadolescente hizo una red de conexiones con el pasado, pero un cable quedó tendido hacia un no tan lejano futuro.

            Luego pasaron los dieciséis años de existencia que nos daba el viejo Ray: «Noviembre de 2005». Ahora pienso: ¿Escuchamos ese mes, realmente, la explosión? ¿O nos quedamos sentados en una silla plegadiza, con la cara al suelo y no al cielo como aquella vez? Acaso, como lo hicieron los de mi familia, miramos absortos sin entender y dejamos que pasara el tiempo. Ciegos frente a las llamas que quemaban la memoria de los libros, sordos ante un dragón que se nos venía encima, mudos por sentir el ruido de un trueno. Bradbury mostró como nadie hasta dónde los humanos somos capaces de conocer nuestros límites para así poder traspasarlos. Lo hizo desde la mejor poesía con que se puede narrar una historia de ciencia ficción, ya que la poesía es el verdadero lugar donde todo es posible.

            Si en este momento miramos la suela de nuestros zapatos, estoy seguro de que tenemos una mariposa muerta que no deberíamos haber pisado.

 

para Ray Bradbury (1920-2012)

 

 

HERNÁN SCHILLAGI

sábado, 2 de junio de 2012

De los Portones al Arco, Décimo quinta entrega





Décimo quinta entrega:


           
            La noche de las alpargatas


            Soto, el mecánico de Las Chimbas, le había contado que Gala tenía apuro por ir a lo de de su tía de Giagnoni. Por eso, Juano camina sobre una calle de tierra y recuerda que la tía Ricura era, tal vez, el único pariente vivo que le quedaba a su mujer en esos lugares. También piensa que es muy probable que ella ya no esté en la casa de la tía, aunque la esperanza de encontrar una respuesta, una mínima pista hace que sus pasos avancen con rapidez.

            Ricura es la menor de las hermanas del abuelo. Gala siempre contaba que era tan golosa de chica que se dormía todas las noches con un caramelo de leche en la boca, a escondidas de la familia. Una mañana se despertó y no podía hablar porque se le habían pegado los dientes. Cuando lograron abrirle la boca con un yerbiado como para pelar chanchos, la niña gritó entre lágrimas: «Es que era una ricura». Ahora, la tía debe tener más de 85 años.

La noche fría se ha concentrado entre las viñas y los durazneros. Después del granizo, las primeras fogatas aparecen a lo lejos para amortiguar la posible helada en el amanecer. Juano se guía por los callejones con las luces del fuego. «Debe ser por acá», se dice Juano y corta camino por unas hileras todas embarradas. Se siente adentro de un sueño, donde él mismo se mira desde arriba tambaleando, con los brazos caídos, entre las cañas de una orilla y una hijuela turbia de la otra. De pronto escucha unos gritos. Dos hombres, armados con zapas, vienen furiosos hacia él. Juano corre por entre los cañaverales que le lastiman las manos y la cara, salta una zanja, trata de trepar un álamo; aunque los perseguidores siguen sin perderle pisada. Hasta que  tropieza con otros surcos empantanados. Juano se acuerda de Rambo, la primera, y se unta de barro para no ser descubierto y queda agazapado, mientras aguarda el ataque. Poco a poco, los cuadros oscuros que forman los viñedos son fotogramas de una película de súper-acción.

Escucha las voces acercarse a la trinchera improvisada, sin embargo él no se mueve de su posición. Los hombres dejan de hablar entre ellos y Juano no siente  más los pasos. «Ya pasó todo», piensa. Hasta que el crepitar de las hojas y el humo le demuestran que está equivocado. Uno de ellos ha prendido fuego la viña con un mechero. Juano se abalanza sobre el otro que ha dejado la zapa a un costado. Se asusta tanto al verlo lleno de barro que sale corriendo, se tropieza y se le sueltan las alpargatas. El del mechero empieza a gritar y se le viene con la zapa en alto. Pero cuando llega a la nariz del vendedor ambulante realiza un gesto inexplicable. Tira la herramienta hacia un costado y agarra las alpargatas recién abandonadas. Con un solo movimiento lo desafía a pelear con él a alpargatazo limpio.

La película hace una pausa.

—¿Qué le pasa, maestro?—le dice Juano medio entre risas— ¿Se ha vuelto loco?
—Callate, chorro de cuarta.
—Amigo, yo nada más ando buscando la casa de mi tía Ricura.
—Mirá que no estoy jodiendo—grita el otro con asco y le tira una de las alpargatas a la cara. Juano la ataja y le responde:
—Creo que es de mi número—y se pone a saltar como un boxeador.

Los detalles de la pelea son difíciles de precisar. Si Juano quisiera contárselos un día a su amigo Santi, en su memoria quedarán errantes y dispersos por los golpes. Desde lejos se habrán oído los chasquidos en los hombros y las caras, aunque es imposible porque no había nadie más que ellos dos entre esos callejones. Debe haber sido, por lo tanto, una lucha tosca y oscura, sin los brillos que hubieran dado un par de simples puñales. Pero en un momento, Juano está acorralado contra el fuego. Un insoportable calor le abrasa la espalda. El otro levanta la mano para darle el golpe final con la alpargata llena de barro y de sangre. Entonces, Juano alcanza a esquivar a tiempo el alpargatazo y empuja a su contrincante hacia las llamas. El otro sale espantado con la camisa encendida, se revuelca un poco en la tierra, corre hasta la hijuela de agua podrida y se lanza de cabeza.

Fin de la película. Así, Juano se levanta mareado, busca el bolso que nunca se le pierde y comienza su carrera. Esta que partió desde los Portones del Parque entre carros vendimiales y trompetas de alegría. Mira para atrás y se dice: «Me voy antes de que empiece Rambo II».

Cuando por fin llega a la casa de la tía Ricura es casi la medianoche. Golpea despacito la puerta. Nadie. Mira por la ventana y la luz tenue del televisor muestra a la tía que cabecea entredormida en un sillón. Un perro ladra desde el fondo, aunque parece que está atado. Juano insiste con la puerta. Se asoma otra vez por la ventana y la tía no está. El perro ya no ladra. El corazón de Juano es un caballo desbocado, pero apoya la oreja contra la puerta y por la cerradura intenta ver si la tía viene arrastrando los pies. Nada. Un hierro helado se le clava en el cuello.

—¿Se puede saber qué quiere Usted a esta hora, m’hijo?—dice la tía Ricura mientras le apunta con una Winchester del siglo XIX.
—Tía, soy yo, Juano—dice con los dientes apretados—. El esposo de su sobrina Gala.
—Hable más fuerte que escucho poco y veo menos. Dese vuelta, mocoso.
—Tía—le explica Juano—. Mi mujer es la Galatea, hija de su sobrina Chicha, casada con el Chiche.
—¿Chicha, Chiche?—duda la tía, pero enseguida recuerda algo—. Ah, sí la colorada.
—Sí, yo soy el marido y la busco desde ayer sábado.

La tía baja la escopeta, e intenta abrir la puerta con la llave, pero tarda una infinidad en acertar dentro de la cerradura.

—Pasá, nene. Debés estar muy cansado— dice mientras prende la luz del comedor y lo mira a Juano de la cabeza a los pies—. Vos tenés que pegarte un baño urgente.
—Disculpe, tía. ¿Sabe algo de su sobrina?
—¿Traés algo rico en ese bolso mugriento?—y busca con los ojos casi ciegos.
            —Sí, unas tabletas mendocinas exquisitas—Juano contraataca—¿Gala, la hija de la Chicha, ha venido a visitarla?
—Claro, m’hijo, si estuvo aquí hasta recién.

Juano casi da un salto sobre sí mismo. Todas las preguntas se le juntan contra los labios y lo hacen tartamudear:

—Le, le di-dijjjo algo de po-por qué se ha ido de mi-mi casa.
—No te entiendo nada, muchacho.
—¿Sabe por qué me abandonó?

La tía Ricura baja la mirada y pone suavemente su mano sobre la de Juano. Da un largo suspiro y con la voz entrecortada, pero firme, le dice:

—La Galatea se fue con otro hombre.



HERNÁN SCHILLAGI



Soundtrack: Amor se llama el juego, de Joaquín Sabina.