viernes, 25 de mayo de 2012

De los Portones al Arco, Décimo cuarta entrega




Décimo cuarta entrega:


                Camino y piedra


            
            El granizo cae y no hay refugio posible contra esos golpes fríos en la cabeza y en la espalda encorvada. Juano corre por el parque que divide en dos la ciudad. Atrás quedaron el barrio San Pedro y los gitanos. Corre una, dos, tres cuadras entre los pinos, los ciruelos y las palmeras que miran desde lo alto sin enterarse de su desgracia. Lleva el bolso como única protección. Adentro, las tabletas de alcayota resisten el zapateo de la piedra. El canal lo acompaña a la derecha y se traga en silencio los trozos de hielo. Hasta que Juano encuentra una parada de micros solitaria con un descascarado techo de lata.

            La manga de piedra termina. Es como si el otoño entero se hubiera concentrado en quince minutos. Todas las hojas destrozadas en el suelo. Inmediatamente, un invierno húmedo y sin piedad se instala en las calles. Juano tiembla bajo el alero y ya no distingue el origen de los numerosos chichones que tiene en su cabeza. Nadie pasa. Le queda poco a la tarde. Sombras, nada más.

            Lentamente, otro domingo se le arrima desde el frío a Juano. Aquel día en que fueron todos al Cerro de la Gloria en el Ami 8 amarillo que tanto les gustaba. Con su hermano jugaban en la parte trasera a hacerles burla a todos los niños que pasaban en otros coches. Es fácil reírse de los demás cuando la felicidad cabe adentro de un auto. Debe haber tenido unos nueve años porque todavía llevaba el brazo derecho enyesado y el hermano rondaba los trece. Al llegar buscaban piedras de formas raras y se las tiraban a la nube de smog sobre la ciudad. De pronto, el padre de Juano se enfureció por algo que le dijo la madre. Discutían fuerte.  Aunque los niños no podían seguir el hilo de la pelea, los desesperaba que, sin darse cuenta, hubieran llegado al borde del abismo. A centímetros de sus pies se terminaba abruptamente el camino. Los gritos eran cada vez más terribles, se decían de todo. Hasta que el padre la agarró del brazo y comenzó a sacudirla cada vez más cerca del precipicio, más cerca de la muerte. Es ahí cuando una especie de aullido de cachorros lo despertó al padre y lo devolvió a la realidad. Entonces, el hombre la soltó sin ganas y les ordenó que subieran al Ami. Otro tipo de grito trae de nuevo a Juano hasta este domingo de granizo.

            —¡Será posible, carancho asado!


            De dónde viene esa voz que se parece a los truenos de más temprano. Un hombre empuja un vehículo salido de la carrera de «Los Autos Locos». Una especie de Pier Nodoyuna del Este mendocino.

       —¡Qué lo tiró de las patas!—, el hombre está por continuar con sus insultos de manual del tiempo de María Castaña, pero Juano lo interrumpe.

            —¿Lo ayudo, maestro?
           
            El vendedor de alcayotas se acerca como para empujar el auto y observa que alguna vez fue una Falcon Rural de comienzos de los setenta, modificada en el laboratorio del doctor Frankenstein para que funcione como chata de carga. Sobre el techo, un cartel rojo de latón tiene pintada a mano, con letras blancas y temblorosas, la palabra «FLETE». ¿Será demasiado pedirle al gremio de los fleteros que obligue a sus choferes a hacer un curso de caligrafía? Así son los tiempos de crisis.

            —Arrimate, pibe—dice Pier Nodoyuna—. Yo me subo a la falconeta y le doy arranque hasta que se cante encima.
           
            Juano comienza a hacer fuerza y la chata tironea, pero no arranca. Un humo negro sale del escape que no deja ver nada.

            —¡Empujá más fuerte, la Constitución Nacional!—, grita el fletero.

            La falconeta por fin hace la última explosión y empieza a rugirle a la tarde que  se termina. Juano logra convencer al chofer para que lo acerque, ya que el hombre, antes de que el motor se le ahogara, había terminado una changa extra de domingo y estaba listo para ir a su casa en Alto Verde. Una vez en marcha, el vendedor ambulante saca de su bolso una tableta de alcayota y se la ofrece con una sonrisa al chofer.

            —Me gustan más que la miércoles—, dice el hombre y de un solo bocado se come la mitad. Por las comisuras de la boca le cuelgan unos hilos de la alcayota. Juano da una arcada, saca la cabeza por la ventanilla para tomar aire y descubre que el viento no lo despeina.

            —¿Por qué vamos tan despacio?
            —La pucha. Yo a esta mañosa no te la piso a más de 40 kilómetros—dice el fletero—. Sentí, pibe. El motor parece una orquesta.
           
            «A la que se le han dormido todos los músicos», piensa Juano. Así van casi a paso de hombre. Pier Nodoyuna le cuenta que él, en realidad, tenía un taller metalúrgico en San Martín donde, con sus propias manos y un soplete, había armado la falconeta. Hasta que un día le alquiló a unos «bolitas» la casa de atrás del taller.

            —Gente trabajadora y honesta—, dice con sinceridad Juano como para suavizar el término.
            —Contámela a mí. Una mañana fui a abrir el taller y me le habían atravesado un candado al portón así de grande—, le responde el chofer, mientras abre exageradamente el pulgar y el índice.
            —¿Quiere otra de alcayota, jefe?
            —Dale. Es que me acuerdo y me dan ganas de matar a alguien. ¡La punta del Cerro de La Gloria!

El Cerro de La Gloria, sí. Entonces, Juano asoma otra vez la cabeza a la calle para no mirar al fletero comerse la tableta, y así puede imaginar ese último viaje del pasado en el Ami 8. De vuelta, uno de sus padres, no recuerda bien cual, dijo: «Esto no va más». El hermano comenzó a llorar sin consuelo y les rogó, les imploró que no se separaran, que Juano era muy chico aún, que él mismo no iba a poder soportarlo. Nadie dijo más nada. El silencio los lastimó todo el camino hasta San Martín. Antes de llegar y sin aviso, el padre sentenció: «Voy a poner en venta el Ami».

—Flaco, ¿estás medio dormido?—, le grita el fletero.
—Disculpe, cuénteme qué hizo con la gente cuando le quitaron la casa y el taller.
—Le maté uno de sus hijos a la boliviana. Así, mirá, así—suelta el volante, junta los puños y los retuerce como un trapo.

Juano se queda tieso. Trata de sonreír, pero el hombre tiene la cara roja por el odio. Toma de nuevo el volante y acelera demencialmente, a 45 kilómetros por hora. Abre la boca y dice:

—Cuando salí de la cárcel, me puse el flete—entonces lo mira a Juano y remata sin cuidar las formas—. Y que se vaya todo a la puta madre que lo parió.

En ese momento, Juano abre con un manotazo la puerta y se tira del auto, pero va tan lento que casi se baja caminando. Sin darse vuelta empieza a correr, otra vez a correr. Atraviesa unas viñas castigadas por la piedra. Así busca su camino hacia la tía de Gala. Corre mientras se promete, mejor dicho, se jura no confiar nunca más, en su revinagre vida, en alguien a quien le gusten las tabletas mendocinas de alcayota.


HERNÁN SCHILLAGI


Soundtrack: Piedra y camino, de Atahualpa Yupanqui, interpretada por Juan Carlos Baglietto 

viernes, 18 de mayo de 2012

Tomografía computada del llanto






Curiosamente me encuentro con un dato en apariencia inútil dentro un libro para niños[1]: los seres humanos cada día producimos un centilitro de lágrimas, lloremos o no. Es decir que, tanto varones como mujeres, atravesamos -justamente- este largo «valle de lágrimas» que es la vida y no importa la fortaleza que cada uno tenga. Venimos flojos de fábrica. Por lo tanto se me ocurre que se ha escrito, filmado, fotografiado, actuado, cantado y hasta fingido lágrimas; cuando en realidad las vertemos sobre las mejillas sin el menor esfuerzo ni reparo.
 
Entonces no vendría mal hacer un procesamiento de imágenes sobre el cuerpo del llanto como si ingresara a un tomógrafo y, con rayos X, obtuviéramos algunas placas nítidas y otras borrosas, quizás por la emoción.

           


Placa 1/Esta lágrima de hombre de las cavernas

Cuánta verdad encierra este verso de Joaquín Sabina. La primera vez que lo escuché en la canción «Nos sobran los motivos» me inquietó porque sintetiza magistralmente en siete palabras la historia universal de un complejo. Pensé: «¿Por qué motivo habrá llorado el primer varón del paleolítico?» E inmediatamente comprendí la vergüenza que habrá sentido, garrote en mano, ante el resto de los toscos homínidos en evolución. Es que existe un mandato genético, de género y hasta generacional: los hombres no lloran. Así The Cure lo cantaba con algo de ironía dark. Y sí, llorar siempre fue de niñitas. Porrazo en la bicicleta, y un puchero sofrenado rápidamente con un «A los golpes se hacen los hombres, carajo». Fin del llanto. ¿Será por eso que el mismo Sabina escribe en una canción posterior que tiene «una gota de plomo en el lacrimal»?

                       
Placa 2/Salid sin duelo, lágrimas, corriendo

La literatura y, más precisamente, la poesía han sabido explotar las lágrimas como moneda de cambio. Ríos de tinta salada han mojado desde hace siglos las páginas de poemarios sensibleros y no tanto. Oliverio Girondo escribió en su poderosa obra dos poemas bien lacrimógenos y emblemáticos, sin embargo -fiel a su hombría- no dejó de hacer una mueca socarrona en «Espantapájaros 18»: «Llorar a chorros[…] empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro llanto…». Como también en perfectos heptasílabos fue capaz de proferir con valentía: «Que se abran las esclusas/y lloremos, a gritos/estentóreos, salvajes,/el mentón tembloroso,/sin compás, ni guitarra…» («A pleno llanto»). Hasta encontramos todo un subgénero poético cultivado por grandes autores como Manrique o Lorca: la elegía, que expresa en versos algo digno de ser llorado.

 Y qué tiene, en tanto,  para decirnos la canción ciudadana. Porque el tango es macho, sí, pero bien que se le escapan lagrimones a lo loco cada dos por cuatro. En «Malevaje» (E. Santos Discépolo), el guapo ha sido, como siempre, abandonado. En un pasaje llega a confesar: «¡Si yo, -que nunca aflojé-/de noche angustiao/me encierro a yorar!...» Qué falta de respeto, qué atropello a la razón.

           
Placa 3/Llorar por lo sano

Tal vez sea un mito creado por la novela rosa, pero cuentan que las casas antiguas reservaban entre sus habitaciones un «cuarto de llanto» para las mujeres de la familia. Es decir, las lágrimas y la tristeza estaban institucionalizadas arquitectónicamente. ¿Habrá sido solamente de uso exclusivamente femenino? Es que más de una vez he escuchado decir que después de una «sesión de llorar» se sale como nuevo. Por otro lado, con el paso del tiempo y las estrecheces edilicias, el baño se convirtió en un refugio subacuático para evacuar los párpados. Pero aquí apareció un nuevo factor: el espejo. Cuántos fotogramas de películas y videoclips se nos vienen a la mente. Sin embargo mirarnos llorar tiene algo de impostación, ensayo de caritas, fruncidos de nariz y un control simétrico en las huellas del maquillaje corrido. Como no podía ser de otra manera, también el rock tiene algo para sollozar, como cuando Charly García cantaba tan ambigua y hondamente: «La línea blanca se terminó/ no hay señales en tus ojos/ y estoy llorando en el espejo/ y no puedo ver». Unos años después, como una reafirmación lacrimosa, editó esa maravilla de La hija de la lágrima.

           
Placa 4/La emoción seca
           
Está comprobado que, en adultos, los varones lloran al menos una vez al mes y las mujeres, cinco. Tener el conocimiento, entonces, sobre que las lágrimas fluyen sin permiso a diario vino a modificar un modo de vida que, pasada la treintena, tenía consolidado: la emoción seca. Hasta la fecha había contabilizado un promedio de un único llanto importante cada 5 años. ¿Los motivos? Por desamor, por una muerte muy cercana, por sentirme feliz. En fin, por lo que llora cualquiera. Pasa que nunca me sentí aliviado luego del lloriqueo y, lo que es peor, la vergüenza me provocaba siempre un pucherito extra, aunque luego de esos episodios sobrevinieron momentos de grandes sequías estacionarias. Así esbocé una teoría incómoda: que podía llorar profusamente sin mojarme la barba. Es decir, tener todos los síntomas del «proceso lloratorio» -emoción, escalofríos, ojos nublados- sin soltar una mísera lagrimita. ¡Cuán equivocado estaba! No por nada Omar Khayyam escribió que un ruiseñor le dijo: «Un día de felicidad prepara un año de lágrimas».


Placa final/Mozo, una lágrima

Estás en un café, hace rato que una chica se encuentra sola. Parece que espera porque revisa su celular cada dos minutos, las lágrimas no tardan en llegar. Penales: tu equipo queda afuera de la copa y un llanto masivo de varones en cuero explota sobre la tribuna visitante. Se te hizo tarde y llegás justo cuando tu hija sale vestida de pastelera en el acto escolar, entonces, el nudo en la garganta se desata y dos lagrimones empastan tu vista de padre baboso. ¿Es posible que, en un mundo tan tecnificado y veloz, las personas se atrevan todavía a llorar al aire libre sin ningún pudor? Llorar en público por bronca, por emoción o por estar decepcionados es una señal de que a la humanidad le queda una chance más en este planeta. Eso sí, los episodios plañideros en los realities, los gimoteos calculados según el termómetro del rating y la verba lacrimógena de algún ministro culposo hacen que el conteo final se acelere hasta que, por fin, alguien «apriete el botón», como sugería Miguel Mateos, y estalle todo en mil pedazos.

Por lo tanto, mudarnos de planeta tal vez sea la opción postrera, un éxodo mundial por el espacio exterior en busca de un nuevo valle para regar de tristeza y emociones. Sin embargo, una vez más otro dato inútil -y cruel- se impone: «En el espacio, los astronautas no pueden llorar porque debido a la falta de gravedad, las lágrimas no pueden fluir».



HERNÁN SCHILLAGI
           

[1] 1000 cosas inútiles que un chico debería saber antes de ser grande, de Litvin, Aníbal y
Kostzer, Mario. Vergara & Riba editoras.

viernes, 11 de mayo de 2012

De los Portones al Arco, Décimo tercera entrega





Décimo tercera entrega:

           
           
            Para entrar a una ciudad


            Juano despierta. Mejor dicho, vuelve del golpe que le hizo ver todo negro y caer al piso de tierra. Siente que su cabeza le duele, pero la espalda está sobre unos almohadones mullidos. Entonces abre bien los ojos y ve cómo el gitano grandote viene hacia él y extiende los brazos. Juano solo hace el gesto de defenderse, sin embargo, el que antes lo había aporreado, ahora lo abraza y le palmea el hombro.

            —Yo fui el que te vendió el Ami 8 hace una ponchada de años—le dice.
        —No me acuerdo—responde Juano. Aunque entre los magullones de su cerebro, el rostro del gitano comienza a tomar una forma conocida.
           —Sí, era uno amarillo—recuerda el grandote—. Costaba que le entrara la marcha atrás.
        —Ah, sí. ¿Ustedes le habían puesto banana pisada a la caja para que entraran suavecitos, por un rato, los cambios?
            —Digamos que andaban como la mona—dice con una sonrisa el otro y agrega culposo—. ¿Andás necesitando que te arrimemos para algún lado?

            Juano nunca creyó en las cosas que le decían las brujas de sus vecinas acerca de los maleficios gitanos, pero las palabras del grandote le sonaron como un conjuro mágico.

            —Voy para el Arco del Desaguadero—, abre la boca Juano y espera el milagro bajo las carpas.
            —Bueno, tampoco tan lejos, aunque te podemos dejar cerca de Giagnoni. Hoy mismo nos mudamos.

            Cuando Juano escucha «Giagnoni», una alarma se le dispara en algún lugar de su cuerpo y dice:

            —¿Cuándo empezamos a cargar las cosas?
             
            Todas las camionetas ya están que desbordan de sillas, mesas, carpas, rollos de sogas. La vajilla completa va haciendo cloc clac cloc por el camino. Juano no puede ver que el cielo se está cerrando oscuro, como si el mercurio de esta historia de fiebre y amor hubiera reventado el termómetro para evaporarse entre las nubes. El vendedor de las tabletas más despreciadas de la provincia está adentro de un ropero. «Por si nos para la policía», le había dicho el gitano. Es cierto, quedar detenido por averiguación de antecedentes sería fatal para poder alcanzar a su mujer. «¿Estará viva aún la tía de Gala?», se pregunta Juano entre las perchas que le pinchan la cabeza como un signo de interrogación.

            Juano calcula: «Debo estar entrando a San Martín». Es todo oídos en el ropero. Cada ciudad tiene una sinfónica oculta. Distintos músicos que no saben que lo son y así ejecutan una disonante obra sin tiempo, pero con un espacio compartido. El centro, los barrios y sus calles tienen la mejor acústica para que comience a sonar esta velada partitura. Los sonidos le llegan a Juano tanto del exterior como desde los recuerdos.

            Los miércoles y los sábados, sin falta, se escucha una bocina como de lancha del Paraná. Se repite y crece hasta llegar a la puerta de la casa. Es el pescadero con su camioneta Peugeot 403. No hay semana que no haya aumentado la merluza. Todos los días, las campanas de la Iglesia del centro avisan que el sol empieza a caer. A la media hora, vuelven a doblar: la noche ha comenzado porque el Cielo lo permite. Las vías están lejos, sin embargo a las 6 de la tarde, con puntualidad londinense, el tren se abre ante los demás sonidos y se impone quebrando el día en dos. Algo dentro de Juano se iba siempre colgado de sus vagones. Hoy es domingo y, semana por medio, el club juega de local. Las cornetas y los cantos de los hinchas llenan de color los oídos. Lo impresionante es sentir el viento descontrolado del grito de gol que sacude hasta los vidrios de las ventanas. Aunque esto sucede rara vez, porque el Chacarero anda boyando en la mitad de la tabla del ascenso a fuerza de empates nulos.

            Unos golpes de pájaro carpintero distraen por un momento a Juano, toc toc toc. El techo de madera del ropero está siendo atacado por un hielo que se ha formado por encima de este planeta. Pero él se siente protegido en la oscuridad y sigue entrando a su propia ciudad hasta las orejas.

            En el centro ha quedado enclavada una antigua fábrica de conservas. Su sirena a la madrugada llama a los obreros y le hace compañía a los desvelados. La abuela vivía justo enfrente y, cuando él se quedaba a dormir, era terrorífico escuchar en medio de la noche el constante rumiar de las máquinas moledoras de frutas. Esas máquinas fueron para Juano los primeros molinos de viento  a vencer. Los sábados bien temprano irrumpe el megáfono de una Ford que tienta: «Cambio treinta huevos por una batería viejaaa»,«Sí, señora, un maple por un colchón usadooo". No deja de ser un dulce y deforme despertar pueblerino. Además, todo esto se orquesta con los gritos de los niños jugando a la pelota, los autos y los camiones a toda velocidad, los vendedores de flores y bombachas pegados al timbre, las motitos delivery con vejiga en el escape, el silbato insobornable de los heladeros durante la siesta, la radio al palo de los lavacoches y voces. Voces que les roban el aire a los pulmones para romper este condenado silencio de ciudad a medio hacer.
           

            Toc toc toc. Juano ya no puede distinguir de dónde vienen los ruidos. Toc toc toc. ¿Serán los recuerdos golpes imborrables que duelen cuando hay tormenta?

            —Abrí, pasmado—gritan desde afuera—, que está por caerse una manga de piedra y la policía anda rondando.
            —¿Dónde estamos?—, pregunta Juano.
            —Nos metimos al barrio San Pedro para perder a la cana.
            —¿Vamos a ir para Giagnoni?
            —Me parece que vamos a tapar todo con la carpa y no salimos hasta mañana.   

            Toc toc toc. Ahora es el corazón de Juano el que golpetea acelerado. Gala se aleja y se acerca entre el estruendo. Toc toc toc. Pero es la voz de Gala, precisamente, la que se sobrepone como un silencio anhelado. Entonces, ¿cómo es que se busca una voz amada que se parece tanto al silencio?



HERNÁN SCHILLAGI


Soundtrack:  Calla, por Amanda Miguel



domingo, 6 de mayo de 2012

Un poema con nieve





la unión soviética


la fotografía reproduce una casa
en medio de la nieve sola «fuimos los primeros
en mudarnos al barrio» decía su padre
y el pecho del niño asmático se inflaba
porque habían sido unos colonos
de la clase media que atravesaron la realidad
esteparia de algún plan de vivienda
durante el tercer gobierno peronista

dos ventanas una puerta y el hielo
que se funde con los bordes blancos
de la polaroid y adentro bien adentro
cuatro témpanos se deslizan por el piso
pero buscan de un recuerdo el calor
que los acerque y los destruya en un mismo gesto
una unión desde el frío que congele por fin
la imagen de una felicidad no menos instantánea



HERNÁN SCHILLAGI