domingo, 29 de enero de 2012

Los éxitos de la literatura



1.
Cuando tenía 11 años, la maestra de sexto nos pidió a mis compañeritos y a mí que redactáramos un cuento. No recuerdo si utilizó alguna estrategia motivadora, y mucho menos si nos ofreció una secuencia de escritura para guiarnos. Lo que sí sé es que ya en esa época las novelas de Verne, Salgari y Mark Twain me habían cambiado los ojos que tenía por otros con los que ya nunca más vería la realidad del mismo modo. Lo cierto, también, es que no necesitaba mucho ánimo para escribir. Como todos en los ‘80, había flasheado con E.T., la película de Spielberg. Además, la inefable serie de Alf era furor en esa época. Así que redacté –medio afané- la historia de un extraterrestre que encallaba en el planeta Tierra. Pero esta vez no era en Hollywood, sino en mi cercano barrio de los suburbios mendocinos.

Al otro día, la señorita Gladys venía más ruluda que nunca. Nos saludó como siempre, aunque inmediatamente anunció que la clase iba a comenzar distinta. «Estuve leyendo los cuentos que escribieron. Todos». Nos miró como haciendo un paneo de camarógrafo. «Pero hay uno que me gustó mucho, y lo quiero destacar». Entonces abrió el portafolio, sacó una pila de hojas a rayas y apartó la de arriba para decir: «No voy a descubrir hasta el final de quién es. El cuento se llama ‘Mi amigo Mak, el marciano’». El corazón me pegó una patada de burro y creo que di un pequeño salto sobre mi pupitre. ¡Era mi cuento! La maestra siguió la lectura como si nada hubiera pasado, terminó y me dijo: «Felicitaciones, Hernán». Todo el grado aplaudió a rabiar.

Como un resorte, mi compañero de banco se levantó y corrió hasta el escritorio. Buscó desesperado entre las hojas y, estirando el brazo, casi gritó: «Lea el mío, seño». La maestra agarró el cuento, lo repasó de compromiso y le espetó: «No, Juanjo, el tuyo no está bien». Mi compañero volvió cabizbajo y se sentó sin cruzar los ojos con los míos. En ese momento sentí en la boca el sabor de la aspirina mezclada con azúcar que mi mamá me daba cuando tenía fiebre.


2.
Muchos años después presenté un grupo de poemas a uno de los concursos más importantes que se organizan en la provincia. Tenía 23 años, ya estudiaba Letras y había fundado un par de revistas en la facultad. Gané la primera mención. Me llamaron de los diarios y alguna que otra radio. Pero un domingo salió, en el desaparecido suplemento El Altillo de la cultura, la nota con los premiados. «¡Qué foto!», le decían mis vecinas a mi vieja, «Parece un artista». ¿Los poemas? Bueno, nadie reparaba en eso. Aunque para mí era como haber salido de «el sótano de la cultura» para asomar la cabeza y decir esta boca es mía.

Al mes fui a la verdulería. El dueño era un excompañero de la secundaria. Siempre que compraba recordábamos algo gracioso del colegio. En un momento me miró, frunció el entrecejo y preguntó extrañado: «Che, vos has salido en el diario». Yo inflé el pecho y cuando le iba a empezar a narrar que había un concurso regrosso y que con unos poemas, interrumpió mi perorata diciendo: «Pará, porque ayer envolví con tu cara media docena de huevos».


3.
Hizo falta que pasaran 8 años para que al fin ganase, con un libro de poemas completo, ese concurso. El premio era dinero y publicación. Inmejorable. Como también fue insuperable que toda la gente que te quiere bien se alegrara por un conquista tan personal como caprichosa. Es que escribir –y mucho más poesía- en un mundo como este viene a ser como una hermosa e injustificable pérdida de tiempo. Por lo tanto, recibir un premio literario resulta como cuando pedíamos gancho en la mancha venenosa: un oasis en el desierto. Al poco tiempo estábamos tomando cerveza con un grupo de amigos, esos amigos que después de la treintena son una hermosa familia sustituta. En el medio de la charla, salió el tema del concurso y del libro. Todavía faltaba para que lo editaran, pero a cambio -y por la demora- me habían prometido ir a la Feria de Buenos Aires. Entonces, una amiga abrió entusiasta la boca y me dijo: «¿Por qué no te pasás los cuentos por mail? Ya no aguanto más las ganas de leer tu libro». Después de mi carcajada hasta las lágrimas le expliqué: «No, es un libro de poemas». Se quedó pensando medio minuto y disculpó su despiste de esta manera: «Ah, ¿poemas? Entonces no me lo pasés nada».


4.
Finalmente, las preguntas caen por la ley de la gravedad del caso: ¿Hay exitos reales en la literatura? ¿Se puede pasar la mano en la repisa de los trofeos poéticos sin encontrar una astilla que se nos entierre en el orgullo? No por nada, el poeta Celedonio Flores escribía: «Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros». Sin embargo, si bien se aprende, seguramente, más del fracaso que de los momentos afortunados; en estas tres situaciones comprendí que en la poesía, una vez premiada y cerca de la vanidad, lo que importa es «poner huevos/ no en la eternidad sino en el tiempo», como pedía Joaquín Giannuzzi. Como también, los amigos son un retén amable y verdadero que no permite que nos fuguemos hacia la solemnidad ni nos tomemos tan en serio. Pero vuelvo a mi compañero de sexto grado, aquel que recibió un sopapo de la literatura sin esperarlo; y pienso que ningún éxito, sea del rubro que sea, vale la tristeza y la decepción de un amigo, aunque nada más se siente humildemente a tu lado y no venga del espacio exterior.



Hernán Schillagi

sábado, 14 de enero de 2012

Los golpes de la vida


A eso de los 8 años vi Rocky, la primera. Luego me hice coser -con unos jeans viejos de mi papá- unos guantes rellenos de estopa y até una bolsa desde el parral. Allí forjé entre fintas y ganchos el mejor de los sueños. No el de ser boxeador, sino el de saber perder injustamente.

Es así que, más temprano que tarde, colgué los guantes y me puse a escribir poesía.

lunes, 9 de enero de 2012

Un tanka para los calores




plegarias no atendidas


inquieto sol
la mañana se casca
sobre nosotros
no    este cielo no da
gloria a los que resisten



de La oscuridad de los ciruelos (inédito)