martes, 23 de agosto de 2011

La visión del anfibio




La imagen está incrustada en mi memoria de un modo tan críptico como imborrable: Thom Yorke, el cantante de Radiohead, aparece encerrado en una especie de escafandra o cápsula que, poco a poco, se llena de agua por dentro; mientras tanto, su bella y punzante voz emerge para decirnos algo así como: «Sin alarmas ni sorpresas, por favor». Esto vuelve y vuelve a mí, ya que últimamente me he dado cuenta que también vivo debajo del agua, pero a cielo abierto y -lo que es peor- quizá no sea el único.

Algunos dicen, no sin ironía fabulesca, que si los peces tomaran conciencia, lo último que descubrirían sería el líquido elemento que los rodea. ¿Cuándo fue, entonces, la primera señal que me hizo llevar la mano al cuello en búsqueda de unas nuevas bránqueas?

La apetecible idea de ser uno de los pocos varones entre cientos de mujeres en una facultad fue, tal vez, la primera boya vacilante sobre el oleaje de polleras. El ritmo femenil, cuando se agrupa, suele ser completamente aerodinámico y alcanzar una crispada velocidad al mismo tiempo. La mayoría, no digo todas, tomaban el cursado como una pista de despegue. Era estar sentado en las arenas del buffet y ver, tras la pecera de mis lentes, cómo iban y venían de los exámenes, cómo hablaban un idioma de altas revoluciones, cómo pasaban del invierno al verano, de las lágrimas al rimmel, de los novios a los apuntes, de los cambios de humor a los peinados, la moda y los zapatos. Los escasos barbudos que estábamos allí, quedábamos arrobados y en desconcierto.

Entonces, salía a los tumbos de esas playas para volver al estanque conocido y certero de los varones. Los machos que sin falta nos juntamos para jugar un picado, para luego hablar de mujeres, política y más fútbol; entre el asado y la cerveza y risotadas burlonas y golpes neardenthales. Sin embargo, mis ojos de «axolotl» habían observado ya otro modo de enfrentar las situaciones y las emociones. Mis oídos de mutante suburbano, muy pronto, comenzaron a aburrirse del sexismo barato, de las charlas sobre autos, motos o pesca, de la cacería de hembras, de las comparaciones tanto económicas como anatómicas. Un traidor a la casta, dirán. No sé. Pero, ¿es tan difícil de aceptar y de comprender que, cuando uno ha pasado de un ecosistema a otro, resulta imposible volver a ser el mismo, salir indemne sin que queden rastros residuales? La mirada, como un X-Men sin poderes ostentosos, se me empezó a volver reversible.

Por lo tanto, salgo ahora a las calles como ese personaje de la novela Visión del ahogado, de Juan José Millás, que se siente cansado, camina como en un sueño y con una pesadumbre extra en cada paso. Es decir, la prisa del resto de los mortales sobrepasa la mía. Mi pensamiento, mis ambiciones y mis fuerzas viajan a una velocidad crucero que –estoy más que seguro- debe exasperar a más de uno. Cuando la superficie terrestre se me empieza a contaminar de culpa, sumerjo mis aletas en la tinta maliciosa de la literatura. Allí me esperan poemas que se escurren como peces sorprendidos ante una «casada infiel», historias de hombres que inventan una pócima para romper con sus límites, crónicas que terminan por el principio y más de veinte mil leguas de viaje submarino. ¿Cómo enfrentar, por tanto, esta realidad de hierro con el calor de una metáfora?

Mi camino es bajo el agua. Lento, anacrónico, turbio, azaroso. No logro ver mucho más allá. Los anzuelos rozan mi cabeza. No obstante, la visión del anfibio permite «testimoniar en oxímoron», como apunta Tamara Kamenszain: «La poesía sólo abre la boca cuando tiene para decir algo paradojal…» Así que suelo descubrirme buscando la anécdota en la futilidad de un poema, la furia nocturna en un amanecer hogareño, todas las mujeres en una sola, y prefiero «crecer a sentar cabeza» (Serrat) y madurar «al revés de los adultos» (Sabina). Nada del otro mundo. Aunque intento, de la nada, hacer un mundo. Bien híbrido y contradictorio, eso sí.

Pero al comienzo dije que no era el único. Los nacidos en el último cuarto del siglo XX estamos destinados a ser una especie mixturada y discordante. La revolución tecnológica reciente nos encontró abandonando una adolescencia lejos de las relaciones virtuales, con una niñez más cercana a la bicicleta que a la playstation. Por eso vemos con terror de fantoche cómo nuestra intimidad –tan defendida años ha- pierde espacio y tiempo ante la irrupción de los celulares, las cámaras digitales e internet. Es decir, nuestros pulmones analógicos cargados de smog y tabaco enfrentan esta nueva realidad líquida, informe y digital sin poder aprehenderla del todo. Estamos fascinados con la posibilidad de contener un millar de canciones en un pequeño formato móvil, pero se nos hace inevitable la nostalgia de volver a apreciar la textura de un arte de tapa, el concepto total de una obra. Otra vez, Thom Yorke repite: «Sin alarmas ni sorpresas, por favor», y esta vez agrega: «algo así como una casa hermosa, algo así como un jardín hermoso».

¿Somos, acaso, la última generación que se animó a la sorpresa de una visita espontánea? ¿El grupo final de humanos que se inquietó más frente a lo concreto y palpable (un libro, un recital, un cuerpo caliente) que a lo que el buscador de Google le puede ofrecer? ¿Tendremos la irreverente responsabilidad de hacer notar estos cambios frenéticos que suelen escaparse ante la velocidad y la hiperinformación?

Pido disculpas. Estos cuestionamientos se atrevería a realizarlos, solamente, un sapo de otro pozo.

lunes, 8 de agosto de 2011

Un poema para no resfriarse




lorca entre los dedos



secamos juntos
al sol de unas naranjas
un recuerdo agrio
te mordías las manos
y caían semillas



del libro de tankas La oscuridad de los ciruelos (inédito)