domingo, 26 de septiembre de 2010

Más clarín, echale agua


Atravieso en bicicleta una de las calles más largas de la ciudad. Serán unos 2 kilómetros. En el camino cuento unas 25 camionetas 4x4 estacionadas y otras 15 me habrán pasado rozando el codo.

El lector desprevenido pensará que vivo en San Francisco, con calles empinadas que exigen una tracción más potente de los vehículos, o que hay que atravesar guadales inaccesibles, que los pozos, tal vez, son la misma boca del infierno. Para nada. La Ciudadeseo tiene apenas un metro de pendiente en su extensión, la carpeta asfáltica cubre -con algún que otro bache, hay que decirlo- todo el casco céntrico y lo más insondable que puede salirnos al paso es un perro furioso y medio suicida.

¿Qué sucede, entonces, para que en plena urbe los conductores necesiten tan poderosos vehículos? Clavo los frenos, me acerco a una de las ventanillas de una hi lux y leo en una calco un poco despegada ya: "Estamos con el campo".

¡Qué mal pensado fui! Si esta honrada gente es del campo y necesita la doble tracción para recorrer esas huellas inhóspistas. Ahora entiendo todo: ellos están con el campo.

lunes, 13 de septiembre de 2010

La nave de cartón



La caja del viejo televisor de mi abuela, con las tapas abiertas como alas, hacía las veces de nave espacial intergaláctica. O bien podía ser una cápsula que se cerraba al vacío para los viajes sin rumbo por las estrellas. Siempre las comunicaciones con la base terrestre fallaban. A veces, el roce de la cola de un cometa me hacía dar vueltas por toda la cochera hasta dar contra el portón.

Juan verifica que todos los controles estén calibrados para el descenso. La nave que comanda despide hacia abajo unos chorros de humo gris que la hacen flotar con suavidad hasta tocar la corteza. Éste, sin dudas, es el planeta que siempre ha querido visitar.

Mi abuela me observaba. No quería que saliera lastimado de mis excursiones. Ella era un satélite atento con esa voz que se parecía a una luz intermitente en la noche. Enviaba mensajes cortos pero definitivos.

Juan pisa sin sentir el suelo. La atmósfera es un cartón que no le permite respirar bien. Su abuela le había dicho que el día que saliera de la Tierra la empezara a buscar como se busca un recuerdo. Juan nota que el volumen de oxígeno en el aire es escaso.

Estaba solo hacía mucho rato. Años luz para el niño asustado que yo era. Seguía adentro y nadie me llamaba. La cápsula había mutado de pronto en una marchita caja de un toshiba. Intenté hallar con los radares mal dibujados la voz de mi abuela en los límites de la cochera y el comedor. Nada.

Un poco antes de perder el conocimiento, Juan sintió en ese extraño pero deseado planeta, una voz que le decía «Vamos. Es hora de tomar la leche».

viernes, 3 de septiembre de 2010

Curiosas rimas en mi bliblioteca


Miro con apatía hacia mi biblioteca. Precisamente donde están los españoles. Me doy cuenta que el azar –con astucia y picardía- había ordenado tres libros para que yo me divirtiera. ¿De qué forma? Incliné mi cabeza hacia la izquierda y leí en los lomos idénticos de la colección GOLU sendos libros de Bécquer, Calderón y Cervantes: “Rimas”-“La vida es sueño”-“El celoso extremeño”. Una rima consonante de disposición gemela para unos ojos atentos (y algo tontos también) anunciadas por el título. Así que me puse a buscar otras rimas curiosas en mi biblioteca:

Los santos inocentes
Luna caliente


Saverio el cruel
La invención de Morel


Los conjurados
Visión del ahogado


El Amor
Poeta en Nueva York


Pendejos
Espejos



Contame, ¿cómo andan las rimas de tu biblioteca?